Ensayo

Crisis de la Modernidad. El Pacto con el Demonio*

Modernity Crisis. The Pact with the Devil.

Crise da modernidade. O pacto com o demonio

Luis Gabriel Rivas Castaño **
Universidad de Manizales., Colombia

Crisis de la Modernidad. El Pacto con el Demonio*

Revista Colombiana de Bioética, vol. 10, núm. 1, 2015

Universidad El Bosque

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Recepción: 26 Enero 2015

Aprobación: 09 Junio 2015

Resumen: El presente ensayo pretende mostrar las limitaciones de las respuestas que el pensamiento humano le ha dado a la crisis de la modernidad, agrupadas en tres posturas ideológicas: conservadores, deterministas y humanistas, y propone una reflexión teórica centrada en los procesos de la vida, como posible salida para superar los retos planteados por la modernidad, y una ruta de acción que permita entender la vida en su sentido más amplio. Se parte del concepto de crisis de la modernidad entendida como el último gran pacto realizado por la humanidad, de manera inconsciente, con el Diablo, y gracias al que el hombre moderno ganó libertad individual y el uso de la razón como herramientas básicas para construir un nuevo mundo, pero en el camino perdió a Dios, al prójimo y, finalmente, se perdió a sí mismo.

Palabras clave: Crisis, modernidad, pacto, demonio, vida, bioética, comportamiento humano.

Abstract: This essay pursues to show the limitations of the answers that human thought has given to modernity’s crisis, grouped into three ideological postures: conservatives, determinists, and humanists and proposes a theoretical reflection centered on life’s processes as a possible solution to overcome the challenges posed by modernity, and a path of action that will allow understanding of life in its most ample sense. It begins with the concept of modernity’s crisis understood as the last great pact by humanity, in an inconsistent manner, with the Devil, and thanks to which man won individual freedom and the use of reason as basic tools for the construction of a better world, but in the process lost God, neighbor, and finally, himself.

Keywords: crisis, modernity, pact, devil, life, bioethics, human behavior.

Resumo: O presente artigo pretende mostrar as limitações das respostas que o pensamento humano tem dado para a crise da modernidade, agrupadas em três posturas ideológicas: conservadores, deterministas e humanistas. E, também, propor uma reflexão teórica centrada nos processos da vida, como possível saída para superar os desafios postos pela modernidade, e uma rota de ação que permita entender a vida em seu sentido mais amplo. Parte-se do conceito de crise da modernidade, entendida como o último grande pacto realizado pela humanidade, de maneira inconsciente, com o Diabo, e, graças a isto, o homem moderno ganhou liberdade individual e o uso da razão como ferramentas básicas para construir um novo mundo. Porém, no caminho, perdeu-se Deus, o próximo e, finalmente, a si mesmo.

Palavras-chave: crise, modernidade, pacto, demônio, vida, bioética, comportamento humano.



«El mayor engaño del demonio es hacernos creer que no existe».

Fuente: Charles Baudelaire

Introducción

En contra de lo que la razón humana ha logrado establecer sobre la personificación judeo-cristiana del mal y a pesar de su obsolescencia como ideal regulador del comportamiento del hombre moderno, la crisis de la modernidad, según Todorov[1], puede ser entendida como el último gran pacto que la humanidad realiza de manera inconsciente con el Diablo, convenio que, a diferencia de las múltiples versiones registradas por las tradiciones literarias existentes en la cultura occidental, puede resultar no tan simple. El pacto, después de todo, no es un contrato con cláusula de rompimiento que le permita una salida limpia a la humanidad. Contrato que puede ser definido de manera clara, diciendo que el hombre moderno ganó libertad individual y el uso de la razón como herramientas básicas para construir un nuevo mundo, pero en el camino perdió a Dios, al prójimo y, finalmente, se perdió a sí mismo. Al rastrear las respuestas que desde el pensamiento humano se le han dado a la crisis, agrupadas en tres posturas ideológicas definidas, a saber, conservadores, deterministas y humanistas. El presente ensayo pretende mostrar las limitantes de cada una de ellas, para proponer al final una reflexión teórica centrada en los procesos de la vida como posible salida para superar los retos planteados por la modernidad. Una apuesta que permita entender el fenómeno de la vida en su sentido más amplio.

La figura del Diablo representó, durante algo más de un milenio, un referente obligado para comprender la esfera de la acción humana. A partir del siglo XII de nuestra era, lo que hasta la época había sido una figura conocida por unos pocos monjes eruditos, asiduos visitantes de las bibliotecas medievales, empieza, según Muchembled[2], a convertirse en una de las creencias más arraigadas de la cultura popular premoderna. La demonología cristiana, transforma al insípido e inofensivo Satanás hebreo, en un relativo corto período de tiempo de dos siglos, en uno de los instrumentos de control social y de vigilancia de las conciencias individuales más efectivo en la historia de la civilización occidental; de hecho, la escenificación satánica, tenía como intención primaria engendrar terror en los creyentes, como mecanismo básico capaz de llevar al redil de la obediencia religiosa a millones de seres humanos, sin menosprecio de otra consecuencia tangible, la de ser garante de la sumisión total al poder de la Iglesia y del Estado. La figura de Belcebú ayudó entonces a erigir un constructo social del cual somos herederos directos.

El Diablo impregna, mediante una variada y rica manifestación cultural, casi todos los meandros del pensamiento humano de los siglos XV y XVI. En el arte, cientos de pinturas, esculturas, cantos y leyendas populares aparecen y se multiplican a lo largo y ancho del continente europeo y del recién descubierto continente americano, con el fin último de materializar aquella representación particular que el cristianismo adopta del mal. Aquelarres, íncubos, súcubos, brujas, entre otras figuras variopintas, vienen a poblar el mundo de la dramaturgia cristiana; aquel que representa la eterna lucha entre dos fuerzas cósmicas antagónicas y en eterna pugna, los espíritus del bien y del mal. Paradójicamente, cuando occidente asiste al apogeo de lo demoníaco, cuando la figura del espíritu del mal se halla en la cumbre del imaginario social con su contraparte femenina, la bruja y los juicios por brujería, aflora la semilla de la modernidad. Es precisamente en ese mismo momento histórico, cuando algunos pensadores europeos rescatan y redescubren aquellas antiguas ideas griegas que encumbraban al hombre a un sitial de honor de la reflexión académica e intelectual y que resaltan la importancia del Humano como eje central de toda manifestación cultural. Cuando la noche es más oscura, comienza a despuntar el amanecer.

El humanismo surge del Renacimiento como corriente del pensamiento humano caracterizado por su concepción estrictamente antropocéntrica del universo, y en la cual la figura humana se erige en el punto de partida y referencia obligada de todas las reflexiones alrededor de las acciones humanas. El humanismo no es otra cosa que la narración de mundo donde la figura del hombre está llamada a ocupar un lugar protagónico. Y esa narración configura un paradigma sociocultural específico. Cuando el acento de la reflexión teórica en occidente pasa de esa lucha cósmica entre el bien y el mal, analizada en el acervo cultural aportado por la teología y la demonología, para centrarse en el hombre, como ente material y concreto, se habla en la civilización occidental del surgimiento de la modernidad; en ese sentido, la modernidad constituye una réplica directa a la teología y comparte escenario histórico con la demonología, en tanto que es una respuesta contestataria al orden social imperante durante diez siglos. El humanismo, entendido como manifestación del pensamiento humano, pretende reinventar el cosmos concibiendo una nueva colectividad humana.

La figura del Demonio resulta, para toda la tradición escolástica y en general para el pensamiento medieval, un concepto estelar del andamiaje y puesta en funcionamiento de toda la vida social y política de la civilización del momento, porque remite a un mito fundacional básico: el reconocimiento de la fragilidad y limitantes de la voluntad humana. Se hace visible aquella característica esencial del carácter humano que constriñe todos nuestros esfuerzos intelectuales a la inmediatez de un periplo existencial que, en el mejor de los casos y, con todos los medios tecnológicos hoy a nuestra disposición, rara vez sobrepasa los cien años. La única forma posible de lograr un proyecto social coherente y a largo plazo, resulta de la construcción de un concepto metafísico que funcione como factor de integración y cohesión entre los diferentes miembros de la comunidad; de este modo, el dualismo Dios-Demonio cumple la función de ideal regulador de toda una época, la del Medioevo. Sin embargo, si con el advenimiento de la modernidad Dios muere, como afirma Nietzsche[3], entonces es menester preguntarse, ¿qué ideal regulador se podrá sostener, o será, acaso, que la modernidad no necesita o no tiene un ideal regulador?

De todos los discursos sociales que han tratado el problema de la modernidad, quizá sea el de la literatura, aquel que mejor ha logrado expresar el cambio de paradigma cultural. De la miríada de autores que han integrado en sus narraciones al señor del mal, se destaca Bulgákov, quien en su célebre novela El Maestro y Margarita, atina a capturar en sus líneas el meollo del asunto, pues es el mismo demonio, personificado en la historia por el mago Woland que en el siguiente pasaje (el desconocido) dialoga con Desamparado, un poeta comprometido irrestrictamente con la revolución socialista, aunque un poco obtuso:

…pero a mí me preocupa lo siguiente: si Dios no existe, ¿quién mantiene entonces el orden en la tierra y dirige la vida humana?

—El hombre mismo —dijo Desamparado con irritación, apresurándose a contestar una pregunta tan poco clara.

—Perdone usted —dijo el desconocido suavemente—, para dirigir algo es preciso contar con un futuro más o menos previsible; y dígame: ¿cómo podría estar este gobierno en manos del hombre que no sólo es incapaz de elaborar un plan para un plazo tan irrisorio como mil años, sino que ni siquiera está seguro de su propio día de mañana?[4]...

Esa incapacidad real de lo humano de pensar a largo aliento, de construir un proyecto colectivo en términos de períodos de tiempo lo suficientemente largos para igualar los procesos evolutivos o cósmicos, que sabemos se miden en términos de eones; constituye la contrapartida y punto débil de la libertad y autonomía del sujeto conquistada con el Renacimiento y el iluminismo. No es cierto que la modernidad haya logrado arrasar con la metafísica, como pensaba la escuela positivista de principios del siglo pasado. En su extravío, el hombre moderno encumbra la razón en el sitial de honor que la divinidad ha dejado vacante. Con la Ilustración, la racionalidad primero, y la libertad individual después, se convierten en los nuevos ideales reguladores de la colectividad humana.

1. CRISIS DE LA MODERNIDAD

El hombre moderno, por definición, es aquel capaz de elegir el lugar donde va a vivir y, en ocasiones, donde va a morir; es el ser que tiene la responsabilidad de escoger el oficio, arte o destino al que va a consagrar su vida, es el individuo que decide con quien o quienes quiere compartir su periplo existencial, es el sujeto que define cuáles son sus prioridades en la vida; pero, sobre todo, es el ser humano que discierne, con base en el uso de la razón humana, qué es lo verdadero y qué lo falso. Esto último, constituye la esencia de ese salto de paradigma social que empieza con el Renacimiento; en adelante, no será una esencia cósmica (la del bien o el mal) operando en el individuo, la directa responsable de las consecuencias de los actos personales, sino que la responsabilidad recae en el sujeto. La razón está en capacidad de dilucidar por sí misma el carácter bueno o malo de las acciones humanas. Al hombre moderno solo hay que enseñarle a pensar por sí mismo; como dice Kant[5], ayudarle a que alcance su mayoría de edad intelectual; sin embargo, con la razón muere el mito.

La modernidad desacraliza todas las narraciones y, con ello, el mito pierde su poder de convocatoria, de conexión y, sobre todo, de restricción de la acción humana. La racionalidad, dice Berman[6], logra disolver lo que antaño había sido un principio sólido en el que se erigía la sociedad medieval. Con el aniquilamiento de la divinidad mueren los grandes ideales rectores de la humanidad y, por ende, desaparecen los valores ancestrales. Con el nuevo antropocentrismo cultural, nada supera la propia existencia humana; y la vida del hombre, entendida como la inconmensurable posibilidad y casi irrestricta apertura del desear, producto de la libertad concedida al individuo, cae en un mero materialismo donde el individualismo y la reducción del ámbito de inferencia social, son las consecuencias naturales de la nueva sociedad que construye la modernidad.

En el ámbito de la vida pública, la modernidad define que el sentido de toda acción humana está dado en la voluntariedad (variante del deseo). La democracia, para no ir más lejos, se consolida como el proyecto sociopolítico del hombre moderno. Durante dos siglos, las naciones occidentales se enfrascaron en procesos de emancipación y construcción de identidades nacionales que se inspiraron en la Revolución Francesa y la Independencia Norteamericana, lo que poco a poco consolidó sociedades consagradas a maximizar la libertad de expresión y de pensamiento de los individuos que las conforman.

Al seguir el famoso estribillo cantado por las masas harapientas de la Revolución Francesa (liberté, égalité, fraternité ou la mort) las sociedades modernas evolucionaron con el tiempo y con la ayuda de las dinámicas del mercado libre, entonaron de manera subrepticia el nuevo estribillo: Liberté, Liberté, plus la liberté. Poco a poco dejaron de lado los dos ideales siguientes (égalité, fraternité) por considerarlos de menor importancia o sacrificables a las exigencias y posibilidades del primero. En la modernidad, ante todo y por encima de cualquier consideración, la libertad del individuo es el nuevo ideal regulador de la civilización.

La autonomía, la versión anglosajona de la libertad, se incorpora a todos los discursos sociales modernos como un eje fundamental alrededor del cual giran todas las consideraciones de índole ética. Sin embargo, lo que empezó como un pensamiento claro y distinto, el sujeto cartesiano, se va aislando en el conocimiento seguro de su propia existencia hasta desentenderse del otro yo, pues la falta de certidumbre sobre la real existencia del otro lo reduce a mero fantasma que discurre por la mente humana. El genio maligno de Descartes acecha en la oscuridad. Finalmente, con Hume[7], el cogito cartesiano queda reducido a un mero haz de percepciones, una entelequia mal definida, sujeta a los avatares de la voluntad humana.

La sociedad, dice Elías[8], antes órgano de interacción colectivo más o menos coherente, se transforma en mera sumatoria de individualidades; sujetos aislados que encuentran en la indolencia la fórmula perfecta para no destruirse, ocultando un individualismo a ultranza bajo el manto de una mal entendida convivencia, entiéndase «indiferencia pacífica». El motor primario de las relaciones humanas queda, en el mejor de los casos, supeditado a las volubles reglas del mercado y al interés de producción de valía; lo que antaño constituía una fórmula básica de convivencia, la ayuda al otro en contextos limitados y pequeños de interacción humana, se transforma con la modernidad en la garantía mínima de generar ciertas posibilidades de desarrollo impersonal en contextos a gran escala. El prójimo pierde su rostro y así deja de ser eso: el otro, que es cercano, próximo al yo.

Con la libertad irrestricta y el uso de las posibilidades de la razón humana, la civilización occidental pierde a Dios (extravío del Absoluto), se pierde a sí misma (disolución del Yo) y, finalmente, pierde al prójimo (escisión de los vínculos sociales). Tres categorías que configuran la crisis de la modernidad. Matriz cultural que ha sido objeto de múltiples y variadas reflexiones académicas que pocos, como Todorov[9], han logrado plasmar de manera escueta al expresar de manera clara el gran desencanto que significa que la libertad y la razón, las grandes conquistas del Renacimiento, no hayan podido erigir en un período de tres siglos, el mundo que parecía estaban destinadas a construir. Para este autor, el proyecto de la modernidad configura el último y gran pacto que la humanidad, sin saberlo, hace con el demonio.

Los pensadores del siglo XVIII consideraban que la razón humana estaba llamada a conquistar para el hombre la felicidad que parecía tan esquiva. La ciencia, y su hija legítima la tecnología, permiten al hombre hacer frente a los problemas más antiguos y acuciantes planteados por su periplo existencial. Parecía alcanzable, con el uso de la razón, encontrar la cura para las enfermedades, eliminar el dolor de la experiencia humana, combatir los procesos de envejecimiento, entre otras muchas promesas. De otro lado, con la libertad cada individuo lograba convertirse en el artífice de su propio destino.

El hombre que se construye a sí mismo (the self-made man) aquel sujeto que es capaz de surgir y lograr el éxito material a pesar de las condiciones más adversas, se transforma en el ejemplo social para imitar. Sin embargo, la técnica pronto demostró que podía generar nuevos y más grandes problemas, incluso antes de poder encontrar soluciones para los antiguos; la extinción acelerada de especies, el calentamiento global vertiginoso, la pérdida irreversible de ecosistemas completos, o la sobrepoblación humana, son resultado directo del uso de herramientas tecnológicas concebidas para hacerle la vida más simple y feliz al humano.

La libertad de los sujetos permitió, por ejemplo, que las desigualdades sociales y la brecha económica entre ricos y pobres crecieran a un ritmo inédito en la historia de la humanidad, con todos los efectos deletéreos para la calidad de vida de los ciudadanos modernos. Razón y libertad, no solo no lograron resolver los problemas existenciales básicos del humano, sino que lo condujeron de manera vertiginosa a un mundo nuevo, uno poblado de nuevas e inéditas amenazas y grandes promesas sin cumplir.

1.1 CONSERVADORES

Algunos consideran que el precio que el hombre moderno debe pagar por el ejercicio de la libertad individual y el uso irrestricto de la razón es demasiado alto; mejor renunciar a cierto grado de libertad y reconquistar los valores perdidos: Dios, sociedad e individuo. Para este grupo de pensadores, a quienes se denominarán «conservadores», representado en la mayoría de grupos religiosos, partidos políticos de derecha y algunos defensores ambientalistas en el mundo, la única forma viable de asumir la crisis de la modernidad es entender las dinámicas de desarrollo y cambio social provocadas por la modernidad como irreversibles, y dejar en claro la necesidad de reconstruir los valores de antaño y restituirlos como ideales reguladores de la civilización.

Esta apuesta intelectual se refleja en algunas propuestas educativas y posturas políticas donde el acento se pone en restaurar el mito fundacional destruido por la razón. Para los conservadores, resulta imperioso constreñir la libertad del sujeto con el propósito de aumentar el bienestar social. Además de supeditar los usos de la razón a los dogmas de la fe o de algún tipo de credo político. Las posturas fundamentalistas que inundan nuestras sociedades, en el fondo, tratan de conservar (de ahí su denominación) algún tipo de ideal premoderno; todas comparten la presunción básica de que, ante la crisis, la repuesta está en aferrase a la tradición: aquellas estructuras de pensamiento que sirvieron alguna vez, seguirán sirviendo, a pesar de que se trate de nuevos problemas. La mayoría de las posturas bioéticas construidas en las últimas décadas, responden a esta dinámica de pensamiento. En el fondo, los partidarios de esta apuesta intelectual añoran un mundo perdido. Los conservadores reniegan del pacto y pretenden romperlo.

El pacto, sin embargo, no se deja rescindir fácilmente. La libertad humana es vista hoy como el logro más importante de nuestra civilización, pocos le apuestan a una restricción de ella como un camino viable para resolver nuestros problemas. De hecho, muchos Estados en el mundo se ganan su condición de parias, gracias a los constreñimientos que, en materia de libertades civiles, han llevado a cabo sus gobernantes. En temas tan sensibles para la opinión pública como el aborto, la identidad y orientación sexual o la eutanasia, cada vez queda más claro que el debate se está decantando por el respeto a la capacidad de decisión que cada individuo tiene. A lo largo de la última década, el número de países que han adoptado en su legislación algún tipo de normas para regular y despenalizar el aborto y la eutanasia, ha venido en aumento. La libertad del individuo, en vez de estar menguando, está en un proceso de expansión acelerado que impregna todas y cada una de las esferas de la acción humana.

En un mundo globalizado, los grupos minoritarios se aferran a sus tradiciones culturales como quien se aferra a un clavo ardiente para no caer al vacío. Mientras la razón continúa desvelando algunas de las intenciones primarias de los ritos y costumbres ancestrales y aporta elementos para entender sus dinámicas internas, y la insistencia irracional de mantenerlas vigentes, hace que dichos grupos se marginen más. La persistencia en conductas y creencias irracionales contribuye al asilamiento de ciertos grupos humanos, a la fragmentación de la sociedad. Muchos de los debates públicos que se realizan en nuestra sociedad sobre la interrupción del embarazo, sobre la muerte digna o sobre la necesidad de suspender algunas prácticas culturales que causan daño a ciertas especies de mamíferos superiores, se hacen, según el dogma religioso, no según la razón; en ocasiones, la pretensión llega a querer imponer a toda la colectividad una cosmovisión religiosa particular que, a todas luces, restringe la libertad individual.

1.2 DETERMINISTAS

Existen quienes consideran, en contra de lo que piensan los conservadores, que el pacto es en esencia una figura del lenguaje sin referente alguno, pues el hombre moderno no ha perdido nada valioso con los usos de la razón. Este grupo denominado los «deterministas», representado por todos aquellos que defienden los usos irrestrictos de la razón, consideran que la ciencia y, en especial, la tecnología, están en capacidad de proporcionar todas las respuestas necesarias para superar los retos de la modernidad. Para esta corriente del pensamiento humano, el ideal máximo del hombre es dominar la naturaleza, y en ese orden de ideas, los grandes desequilibrios ambientales o los problemas de seguridad en las sociedades modernas, pueden ser resueltos aplicando los procesos tecnológicos adecuados. Solo es cuestión de tiempo antes que el hombre encuentre la solución conveniente.

Este grupo de pensadores considera que la figura del pacto sirve para expresar la nostalgia que algunos soñadores románticos tienen por los antiguos ideales reguladores; pues la libertad humana, después de todo, es solo un espejismo. El hombre, nos dicen los amantes de la razón, se haya constreñido por ciertas leyes de orden biológico o histórico que lo determinan, incluso antes de su nacimiento. La naturaleza de la especie se rige por una serie de leyes universales que determinan las acciones del individuo. La ciencia puede explicar las tendencias e inclinaciones motivacionales del humano, y en consecuencia, los ideales reguladores de la antigüedad no son más que simples generalizaciones de variantes particulares del carácter humano. El anhelo del absoluto omnipresente en la historia de la humanidad, dice Changeux[10] queda reducido y explicado por ciertas conexiones de tipo neuronal en los sistemas nerviosos centrales de algunos individuos de nuestra especie.

El hecho de que la modernidad haya desencadenado una escisión de los lazos sociales, debe ser motivo de celebración, proclaman los seguidores de esta postura; reconocer, como dice Taylor[11], que la identidad personal es fluctuante y responde a los determinantes de ciertos patrones culturales, hace que aquel individualismo a ultranza, tan propio de la modernidad, represente a todas luces un logro mayúsculo de la civilización occidental, pues en medio de una soledad total se pierden los referentes sociales que antes vinculaban al sujeto a ciertas pautas de comportamiento, no siempre tan deseables o saludables. Al reconocer que la razón puede hacer tambalear la coherencia lógica de la gran mayoría de las normas y principios morales cosechados por la tradición cultural, surge la posibilidad de rechazarlos como ideales reguladores y el panorama social del humano queda abierto a un periplo existencial hedonista con pocas o nulas restricciones. Para los deterministas, nunca antes en la historia de la humanidad el hombre había tenido tantas posibilidades existenciales como con la época moderna. Para este grupo de pensadores, el hombre moderno debe estar ebrio de felicidad, y entonar un canto de alabanza a los logros de la razón humana.

Resulta evidente que no es posible negar los logros de la ciencia en nuestra civilización, los avances tecnológicos, efectivamente, han mejorado la calidad de vida de millones de individuos. Por ejemplo, por primera vez en la historia de la humanidad se ha logrado erradicar una enfermedad (viruela); las tasas de mortalidad infantil han sido reducidas de manera drástica a lo largo y ancho del planeta, y muchas personas se recuperan rápidamente y sin secuelas después de sufrir afecciones que hace tan solo medio siglo, representaban una sentencia certera de muerte. No resulta posible desestimar la importancia de las nuevas tecnologías de la comunicación en los procesos de educación y control de todas las esferas del poder en nuestras sociedades. También hay que reconocer que la ciencia ha desvelado muchos de los secretos mejor guardados de la naturaleza, que las posibilidades de desarrollo tecnológico en el corto y mediano plazo, dejan sin aliento a cualquiera de las mentes más avezadas del Iluminismo. Sin embargo, confiar en que la tecnología en sí misma sacará al hombre del atolladero moral en que está y logrará restablecer el equilibrio ecológico global roto, resulta de una inocencia abrumadora. Un reduccionismo ramplón y obtuso.

La crisis de la modernidad, además de ser una crisis del pensamiento humano, es, antes que nada, la consecuencia directa de una forma aberrante de relación entre los individuos humanos entre sí y de estos con la naturaleza. Y en ese orden de ideas, la modernidad y su crisis no es un problema de la especie humana en sí misma, sino de la civilización occidental contemporánea, así sus consecuencias sean planetarias. Los desequilibrios ecológicos están más relacionados con el individualismo extremo y el materialismo rampante que agobia las sociedades modernas que con las necesidades de supervivencia del homo sapiens. Los sistemas políticos y sociales que construye la modernidad, alcanzan su mayor grado de perversidad en manos del tipo de ser humano libre, que sin restricciones mayores, se mueve solo en el marco estrecho de una legalidad mal diseñada. Todo aquello que la ley no prohíba, resulta lícito desde cualquier perspectiva, piensa el ciudadano promedio.

Las grandes industrias que sacan provecho de las masas de individuos vulnerables expoliando hasta el hartazgo una mano de obra barata y mal calificada, las empresas que migran a los países del tercer mundo, donde las exigencias de contratación están por debajo de los estándares de sus países de origen, o las restricciones globales sobre patentes de medicamentos esenciales, son apenas unos pocos ejemplos de inequidades en las relaciones humanas, que tradicionalmente no habían sido restringidas por ningún tipo de ley, que además se fundamentan en el gran ideal regulador de la modernidad, la libertad de los individuos, y que a todas luces resultan prácticas sociales injustas. En algunos países, muchos de los ecosistemas locales han llegado al borde de la extinción mucho antes que se promulgaran leyes de protección; y aquellos que explotaron los recursos y lograron generar ganancias económicas con base en ellos, no tuvieron ningún tipo de reparo de orden ético al hacerlo. La legitimidad de sus acciones se amparaba en la ausencia de una legislación vigorosa a nivel local o global. De igual modo, resulta ingenuo pensar que solo restringiendo las acciones humanas con base en marcos jurídicos exigentes será posible detener y resolver los problemas producto de esa relación aberrante entre seres vivos auspiciada y exaltada por la modernidad.

1.3 HUMANISTAS

Este panorama permite preguntar por la posibilidad real de un humanismo contemporáneo. Desde cuando el término se acuñó, los humanistas se han caracterizado por adorar la libertad humana, a la que consideran una posibilidad esencial e innata del espíritu humano, más que el resultado de la interacción de algún tipo de ley biológica o cultural. Para la mayoría de los integrantes de este grupo, la condición humana es, antes que nada, un universo abierto (indeterminado), creen en la existencia real de un Yo, al cual consideran responsable de sus actos, y tienen fe en que la razón ayudará a resolver los problemas planteados por el nuevo paradigma cultural.

En ese orden de ideas, por la libertad no habría que pagar ningún precio, pues, finalmente, la condición humana logrará restablecer los vínculos sociales rotos y erigir nuevos ideales reguladores con base en los dos grandes legados de la modernidad: libertad y razón. El humanista considera, como en la tradición literaria de los últimos cuatrocientos años, que al final se puede engañar al demonio para que este no recolecte los dividendos estipulados en el pacto. No obstante, los problemas están ahí, son tangibles y en trescientos años no han hecho más que empeorar. Hace falta algo más que buena voluntad y optimismo en las posibilidades de la razón para resolver la crisis.

El problema del humanismo, como corriente de pensamiento, está en que la reflexión está centrada en el ser humano; ese antropocentrismo cultural apenas si deja espacio para apreciar el panorama completo, ya que el hombre moderno sigue sin poder comprender que el humano es apenas una de tantas formas de vida que es posible encontrar en el universo. Cada individuo de la especie humana es, primero que todo y en esencia, un ente vivo y, como tal, está en conexión con una extensa red de seres vivos; su supervivencia depende de cómo se desenvuelva dicha relación. Quizá la única prerrogativa que tiene el homo sapiens, consiste en la particularidad de constituir el único ente sobre el planeta capaz de plantearse la pregunta por el sentido de lo que existe; y en ese orden de ideas, el humano está llamado a ser el «pastor del Ser»[12], sentencia que ha sido objeto de infinidad de interpretaciones, pero que puede y debe ser entendida en el sentido de que el hombre moderno está llamado a convertirse en el garante de la permanencia en el tiempo, de ese milagro al que llamamos «vida» sobre nuestro planeta en todas sus manifestaciones.

La apuesta intelectual de generación de pensamiento humano del siglo XXI debe estar enfocada en elaborar las «herramientas» epistémicas necesarias para que la especie se adueñe y potencie los entramados de lo vivo. Por esta razón, toda reflexión teórica debe tener el acento en el fenómeno de la vida. Comprender y proteger ese maravilloso milagro omnipresente en nuestro planeta, que hasta donde se sabe, es el único con semejante variedad de especies y nichos ecológicos. Analizar y cuidar todos los procesos que hacen posible que lo vivo aflore en la biosfera. Una postura que asuma con respeto reverencial el contexto natural en el que yace el humano; de este modo, los medios naturales dejan de ser un medio para alcanzar un fin, para convertirse en un fin en sí mismos. Apuesta que no es inédita en la historia de la especie, ya que otras civilizaciones han florecido antes al ritmo de una cosmovisión donde el equilibrio y el balance con los medios naturales resulta una prioridad inaplazable.

A nuestra civilización le urge aceptar que el sujeto humano es un elemento entre tantos de un tejido muy complejo y más amplio, el del fenómeno de la vida; el antropocentrismo del humanismo debe derivar en un vitalismo que no se limite a exaltar la voluntad de vivir del humano, sino que también permita replantear el diseño de nuestras ciudades, los modos de explotación de recursos naturales y, lo más importante, redefinir nuestras prioridades existenciales, ya que la acumulación de riquezas, rasgo tan omnipresente en la modernidad, se muestra en su verdadera dimensión de vacuidad y fatuidad. Se ha aprendido que el contexto social y natural de la existencia humana afecta directamente su bienestar individual y colectivo, los procesos de salud y enfermedad responden a la comprensión y relación con la naturaleza de un modo más sutil de lo que se puede suponer. El cáncer, por ejemplo, se ha convertido en una metáfora actual y cruel recordatorio del resultado final de la explotación sin frenos que un individuo (origen monoclonal del cáncer) lleva a cabo sobre los recursos disponibles en su entorno.

2. CONCLUSIONES

La mente humana se puede concentrar y ensimismar en sus reflexiones teóricas y tener la sensación de aislamiento, lo cual no significa que haya llegado a la existencia de manera autónoma; en cierta medida la mente individual es el producto de las acciones de una colectividad y de las condiciones de posibilidad del medio donde está (naturaleza). El Yo existe porque el Otro es una condición de posibilidad, sin el Tú no habría un Yo. Entender al humano como un actor en un escenario más vasto y complejo de lo que a primera vista cabe suponer, exige repensar la naturaleza íntima del sujeto humano en términos de un pensamiento complejo, en el cual la acción u omisión sobre uno de los elementos de un sistema, desencadena ciertas reacciones de índole general que afectan a otros elementos del sistema.

Hemos aprendido que ciertas pautas de comportamiento de ayuda mutua entre miembros de una misma especie, tienen un fuerte componente biológico. Los primates, por ejemplo, se prestan servicios entre sí y muestran, según De Waal[13], reacciones de disgusto frente al sufrimiento de otro individuo, lo cual da ciertas luces sobre el valor evolutivo de algunas de las prácticas morales y las reflexiones éticas, consideradas de origen cultural por la Modernidad. Tal vez la naturaleza, y en especial la evolución de los sistemas vivos, tenga algo para enseñar. Después de todo, solo hace falta mayor disposición de nuestra civilización. No sería extraño que en el estudio y comprensión de los sistemas vivos de la biosfera, el hombre del nuevo milenio encuentre, de nuevo, los ideales reguladores que ha perdido.

La razón humana puede arrojar más luz sobre todos los procesos que hacen posible la vida en el planeta. Los mecanismos de homeostasis que permiten a los ecosistemas surgir y mantenerse en el tiempo o las dinámicas naturales que permiten la vida y la muerte de los individuos de las especies, constituyen ejemplos del tipo de conocimiento que no solo sirve para restaurar aquellos nichos que han sido afectados por la acción humana, sino que ayuda a sintonizar la forma de organización social con los procesos de la vida en el planeta. La razón también continuará brindándonos nuevos elementos para entender las motivaciones primarias del individuo, y el modo como funcionan los procesos neurales responsables de la satisfacción y la sensación de bienestar humano; ese tipo de conocimiento dará elementos para adaptar nuestros modelos pedagógicos con la estructuración de seres humanos más responsables, capaces de imaginar y desear otros estilos de vida personal y, en especial, capaces de sentirse parte integral de ese enorme entramado que es la biosfera de este planeta. De crear nuevas narrativas humanas.

La libertad humana continuará siendo una de las grandes banderas de nuestra civilización; resulta insostenible a largo plazo pretender suspender o limitar las libertades del individuo en este mundo globalizado. El debate sobre los alcances y la naturaleza real de la libertad seguirá, con toda seguridad, durante muchos años, sin menosprecio de sus verdaderas posibilidades para el desarrollo del sujeto humano.

En últimas, el pacto con el demonio, entendido como las condiciones particulares que tipifican la crisis de la modernidad: extravío del Absoluto; disolución del Yo y escisión de los vínculos sociales, representa una clara y real caracterización de nuestras sociedades modernas y, a la vez, constituye un modelo para tener en cuenta en cualquier tipo de proyecto social y político que la civilización pretenda construir en este nuevo milenio. El hombre moderno tendrá que lidiar con las consecuencias no deseadas del ejercicio individual de la libertad y la razón; el pacto no se deja rescindir tan fácil; sin embargo, reconocer que el papel protagónico del humano está en aceptar el llamado a ser el cuidador del fenómeno de la vida sobre el planeta, puede ser la forma más digna de superar la crisis. Un destino que tiene la posibilidad de salvarlo de la debacle.

Bibliografía

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TODOROV, Tzvetan. Imperfect Garden. The Legacy of Humanism. New Jersey: Princeton University Press, 2002.

Notas

* Este ensayo es original. El autor tiene la responsabilidad del contenido y originalidad del documento. Entregado el 26 de enero 2015 y aprobado el 9 de junio de 2015.
[1] TODOROV, Tzvetan. Imperfect Garden. The Legacy of Humanism. New Jersey: Princeton University Press, 2002, p. 2.
[2] MUCHEMBLED, Robert. Historia del Diablo. Siglos XII/XX. México: FCE, 2012, pp. 23-32.
[3] NIETZSCHE, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro. Madrid: Alianza, 2009, p. 37.
[4] BULGÁKOV, Mijaíl. El maestro y Margarita. Madrid: Alianza, 2010, p. 20.
[5] KANT, Immanuel. ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Alianza, 2013, p. 97.
[6] BERMAN, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. Buenos Aires: Siglo XXI, 2004, pp. 28-80.
[7] HUME, David. Tratado de la naturaleza humana, México: Porrúa, 1998, pp. 73-78.
[8] ELÍAS, Norbert. La sociedad de los individuos. Ensayos. Barcelona: Península, 2000, pp.17- 84.
[9] TODOROV. Op. cit., pp. 207-225.
[10] CHANGEUX, Jean-Pierre. The Physiology of Truth: Neuroscience and Human Knowledge. London: The Belknap Press of Harvard University Press, 2004, p. 233.
[11] TAYLOR, Charles. Fuentes del Yo. La construcción de la identidad moderna. Barcelona: Paidós, 2011. Kindle e-book, posición 657-834.
[12] HEIDEGGER, Martin. Carta sobre el humanismo. Madrid: Alianza, 2010, p. 27.
[13] DE WAAL, Frans. Primates and Philophers. How morality evolved. Oxford: Princeton University Press, 2006, p. 42.

Notas de autor

** Médico y cirujano de la Universidad de Caldas, 1996; magíster en Filosofía por la misma Universidad, 2005 y magíster en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana, 2008. Docente del Departamento de Humanidades de la Universidad de Manizales. Correo: luisga@umanizales.edu.co

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