Revista Colombiana de Filosofía de la Ciencia, Vol. 18 Nº 37 (2018): 53-90

ISSN: 0124-4620 (papel) & 2463-1159 (electrónico)

Fecha de aceptación: 15/08/2018

Fecha de aprobación: 23/10/2018

https://doi.org/10.18270/rcfc.v18i37.2568

 La ceguera y el vacío: una mirada histórica al debate sobre relaciones entre historia y filosofía de la ciencia

on blindness and emptyness: a historical view to the debate on the relations between history and philosophy of science

Jesús Zamora Bonilla[1]

UNED.

jpzb@fsof.uned.es

Madrid, España

RESUMEN

La filosofía de la ciencia desde el último tercio del siglo xx ha estado poderosamente influida por las reflexiones y debates sobre la relación que debería tener con la historia (o historiografía) de la ciencia. La raíz de estos debates fue la discusión entre Popper y Kuhn sobre si el hecho histórico (aducido por el segundo) de que los científicos de carne y hueso hayan seguido prácticas contradictorias con el falsacionismo propugnado por el primero supone una refutación del falsacionismo como teoría sobre la ciencia, o si solamente implica que los científicos no están, a menudo, a la altura de los principios normativos que deben regir su actividad en cuanto científicos. En este artículo se ofrece un panorama sobre el debate acerca de las relaciones entre historia y filosofía de la ciencia, y se presta especial atención a la cuestión de la normatividad. De hecho, en la última sección se presenta una teoría sobre las normas científicas que intenta ofrecer una solución de compromiso en el debate.

Palabras clave: Historia de la ciencia; historiografía de la ciencia; filosofía de la ciencia; normatividad científica; normas científicas; Popper; Kuhn; Lakatos; economía del conocimiento científico

ABSTRACT

Since the last third of the 20th century, philosophy of science has been strongly influenced by reflection and debate on the relation it should have with history (or historiography of science). The origin of these debates was Popper’s and Kuhn’s discussion about whether the historical fact (shown by the latter) that flesh and bone scientists regularly followed practices that contradicted the falsificationism defended by the former had to be taken as a refutation of falsificationism as a theory of science, or if it just implied that scientists fail often to fulfil the normative principles that should govern their activity as scientists. This paper offers a survey on the debate about the relation between history and philosophy of science, paying special attention to the normativity question. In fact, the last section presents a theory of scientific norms that attempts to mediate in the debate.

Keywords: History of science; historiography of science; philosophy of science; scientific normativity; scientific norms; Popper; Kuhn; Lakatos; economics of scientific knowledege

 

1. Introducción

Hay un problema que sacudió como una onda de choque la Filosofía de la Ciencia hace ya medio siglo, y que, pese a que su interés en la literatura actual ha menguado considerablemente con respecto al que llegó a alcanzar entonces, no es menos cierto que aquellas convulsiones dejaron marcadas las, por así decir, principales estructuras orográficas que iban a caracterizar la disciplina en los años sucesivos. Este problema es, por supuesto, el de las relaciones entre la Historia de la Ciencia y la Filosofía de la Ciencia.[2] Para quienes iniciamos nuestros estudios de Filosofía en los años ochenta del siglo pasado y vimos cómo nuestros pasos se dirigían hacia la Metodología o la Filosofía de la Ciencia, este problema era “el problema”, era el asunto que había acaparado una mayor parte de la atención en las discusiones sobre los fundamentos y los detalles de la disciplina, y era, además, el eje que articulaba la mayoría de los programas docentes a través de los que prácticamente toda una generación accedió a esta materia. Visto desde una perspectiva de unas cuantas décadas, el debate entre “formalistas” e “historicistas”, entre “racionalistas” y “psicologistas” o “sociologistas”, parece haberse ido amortiguando, bien sea por la consecución de un cierto acuerdo sobre las cuestiones más básicas del debate, o bien sea por la necesidad de buscar nuevos temas de conversación; y uno llega tal vez a pensar que hacer excesivo hincapié en la dicotomía del “modelo clásico” frente a las “críticas historicistas”, como puede haber ocurrido en la enseñanza de la Filosofía de la Ciencia en las últimas décadas (y no solo en nuestro país), puede restar esfuerzos al estudio de otras temas que no tienen un encaje natural en dicha dicotomía, y al de otras herramientas conceptuales que son, actualmente, las que de forma más fructífera se están utilizando en la producción de trabajos en esta disciplina.[3]

2. La “revolución historicista” en la filosofía de la ciencia

El origen de este debate sobre las relaciones entre la Historia de la Ciencia y la Filosofía de la Ciencia se sitúa normalmente en la publicación de la obra de Thomas S. Kuhn La estructura de las revoluciones científicas (1962), aunque algunas críticas recibidas en los cincuenta por la concepción de la ciencia heredada del empirismo lógico ya estaban basadas en la constatación de un cierto desajuste entre la estructura de la ciencia tal como la describían los filósofos tradicionales y la práctica real de los científicos en la historia, además de otras razones epistemológicas.[4] En todo caso, con o sin precedentes, el éxito de la obra de Kuhn consiguió que la relevancia de la Historia de la Ciencia en el planteamiento y la respuesta de los problemas filosóficos, metodológicos o epistemológicos fuera algo que, unos años después, se aceptaba casi fuera de toda duda. Así, de acuerdo a una poderosa tradición expositiva que, por lo que alcanzo a saber, se remonta a la introducción escrita por Frederick Suppe al libro La estructura de las teorías científicas,[5] en la Filosofía de la Ciencia (o al menos en su dominante versión anglosajona, aunque sus principales líderes eran autores de origen germano emigrados en los años treinta) había existido entre los años cuarenta y los sesenta un notable consenso sobre la naturaleza básicamente formal de la disciplina, emparentada sobre todo con la lógica y la metamatemática; Suppe, siguiendo a Putnam, denominó “Concepción Heredada” (received view) a la síntesis de los principios básicos establecidos en este consenso.

Estos principios incluían, desde el punto de vista de la metodología de trabajo de los filósofos de la ciencia, la idea de que las teorías científicas debían reconstruirse en un lenguaje formalizado que sirviera como herramienta básica para los posteriores estudios epistemológicos, con lo que una de las principales tareas del filósofo sería la de expresar el contenido de las teorías con absoluta claridad, y esto significaba en la práctica fabricar una versión de las teorías científicas a la que pudieran ser aplicadas las técnicas desarrolladas desde finales del xix para el análisis formal de los sistemas lógicos axiomáticos.[6] Otro principio metodológico fundamental de la “Concepción Heredada” era la distinción absoluta entre lo que Reichenbach denominó “contexto de descubrimiento” y “contexto de justificación”, respectivamente, afirmándose además que solo el segundo de estos contextos era relevante para la Filosofía de la Ciencia. Finalmente, esta concepción tradicional también afirmaba que debía existir algún criterio de tipo lógico que permitiera distinguir el conocimiento verdaderamente científico de las afirmaciones pseudocientíficas.

Con respecto a los principios sustantivos de la “Concepción Heredada” sobre la estructura de la ciencia, los más importantes se referían a la necesidad de distinguir dos vocabularios en el lenguaje de las teorías (correspondientes a los términos observacionales y a los teóricos), al análisis del valor epistémico de las teorías basado en la relación de confirmación (que podía estudiarse en términos cualitativos, al estilo de Hempel, o cuantitativos, al estilo de la lógica inductiva de Carnap), y a la idea de que el desarrollo de las ciencias maduras procede fundamentalmente mediante la reducción de las teorías exitosas antiguas a teorías nuevas más amplias y precisas. De la distinción entre los términos observacionales y los teóricos se derivaba a su vez una clasificación de los enunciados científicos en regularidades empíricas, leyes teóricas y reglas de correspondencia, así como una tesis sobre la interpretación semántica de cada uno de ambos tipos de términos: mientras que los observacionales recibirían una interpretación completa directamente a través de la experiencia, los teóricos solo recibirían una interpretación empírica parcial, a través de las reglas de correspondencia.

A modo de síntesis podemos afirmar que la concepción derivada del empirismo lógico basaba su análisis de la ciencia en tres grandes dicotomías conceptuales: la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos (digamos, entre forma y contenido dentro de las expresiones lingüísticas), la distinción entre conceptos observacionales y teóricos, y la distinción entre enunciados positivos (descripciones) y normativos (justificaciones). Estas tres distinciones se presuponían como absolutas, válidas para todo contexto histórico, y conducentes siempre a los mismos resultados independientemente de cuándo, dónde y por quién fuera aplicadas.

Siempre, según de acuerdo a la tradición expositiva de la moderna historia de la Filosofía de la Ciencia, este gran consenso se habría roto bruscamente con la aparición de la obra de Kuhn, que habría substituido aquel marco de análisis de las teorías científicas por otra concepción de acuerdo con la cual lo más importante son las pautas del desarrollo histórico de la ciencia, pautas que solo pueden comprenderse adecuadamente usando categorías históricas, sociológicas y psicológicas. El principal debate de la filosofía de la ciencia a partir de la segunda mitad de los sesenta se habría centrado, entonces, en la cuestión de qué categorías de este tipo serían las más apropiadas para describir o explicar el desarrollo de la ciencia. Por citar solo cuatro de las propuestas más famosas, estas categorías podían ser las de Kuhn (“paradigmas”, “ciencia normal”, “revoluciones”, “cambio de Gestalt”...), las de Laudan (“tradición de investigación”, “problemas empíricos”, “problemas conceptuales”...), las de Lakatos (“programas de investigación”, “núcleo firme”, “cinturón protector”, “heurística”, “cambios de problemática”...) o las de los seguidores de Sneed y Stegmüller (“red teórica”, “evolución teórica”, “reducción aproximativa”....). Estas cuatro propuestas vendrían a ser otras tantas variantes del tipo de concepciones de la ciencia que habrían resultado de la “Revolución Historicista”, ordenadas de menor a mayor grado de formalización. Mi inclusión de la concepción estructuralista o “no enunciativa” sneediana entre estos cuatro ejemplos tiene, obviamente, la intención de mostrar que lo más importante de dicha “Revolución” no habría sido, en particular, el abandono de las herramientas típicas del lógico matemático y su sustitución por las del historiador, sino el cambio del centro de interés, entre los filósofos de la ciencia, desde la estructura de las teorías hacia su dinámica. Se puede argumentar que en el caso de la “concepción no-enunciativa”, el aspecto esencial seguía siendo el análisis de la estructura de las teorías, y que la insistencia de autores como Stegmüller y Moulines en los aspectos dinámicos de la ciencia se debía, más que a otra cosa, al intento de hacer aceptable este “nuevo patrón de reconstrucción” (por utilizar la expresión de Feyerabend) a una relativa mayoría de filósofos convencidos por los argumentos historicistas de Kuhn. Pero, sea dicha insistencia el resultado de una argucia retórica o de un interés filosófico auténtico, lo más importante sería, para la tradición expositiva a la que me estoy refiriendo, que ambas posibilidades demostrarían la existencia de un cambio radical de intereses dentro de la comunidad de los filósofos de la ciencia.

De todas formas, la influencia de Kuhn se habría dejado notar especialmente en el surgimiento de los que podríamos denominar “enfoques sociologistas radicales”, que, sobre todo a partir de la constitución del llamado “Programa Fuerte en la sociología del conocimiento”, han intentado llevar hasta sus últimas consecuencias la intuición de que, para entender la ciencia, lo más relevante es explicar de qué manera influyen el contexto histórico, la estructura social de las comunidades científicas, y los intereses personales y colectivos, en las decisiones de los investigadores. Aunque estos enfoques no están ni mucho menos despreocupados por entender el contenido y la estructura de las teorías científicas, lo que más les interesa de ambas cosas es encontrar en cualquiera de ellas indicios de “influencias sociales”, y, por lo tanto, el mero análisis formal se considera como una herramienta bastante ineficaz.

La figura 1 muestra cuál sería la imagen de la evolución de la filosofía de la ciencia en la segunda mitad del siglo xx que se sigue de esta tradición historiográfica. En ella, la expresión “kuhnianos” no significa, obviamente, “seguidores de Kuhn”, sino autores que, influenciados por el mensaje de La estructura de las revoluciones científicas, habrían intentado, bien desarrollarlo hacia posiciones más historicistas o sociologistas, o bien construir esquemas alternativos para ofrecer una visión más racional de los fenómenos históricos expuestos por Kuhn. En todo caso, la idea más importante es que, tras un cierto período de consenso relativo sobre los problemas básicos de la Filosofía de la Ciencia y sobre las técnicas de análisis más apropiadas, los argumentos de Kuhn habrían dado lugar a una situación radicalmente nueva, en la que se planteaban problemas distintos y existían dos grandes paradigmas alternativos acerca de cuáles eran esos problemas y de cómo debían resolverse, y con un grado de consenso menor incluso dentro de cada uno de estos paradigmas que el que existía en el período de vigencia de la “Concepción Heredada”. El impacto general de la obra de Kuhn sobre la disciplina de la Filosofía de la Ciencia sería precisamente la llamada “Revolución Historicista”.

Creo que esta imagen del desarrollo de la disciplina, aunque puede ser útil desde el punto de vista pedagógico, no es muy fiel a la realidad, y su vigencia se debe, fundamentalmente, al hecho de que fue adoptada en un momento en el que el número de filósofos de la ciencia estaba sufriendo un aumento espectacular, sobre todo en los años setenta, justo cuando el tema más candente de esta especialidad era la discusión entre Kuhn, Popper, Lakatos y Feyerabend. Las causas del aumento en el número de especialistas eran demográficas e institucionales: el baby-boom de la post-guerra, que, en combinación con el desarrollo del estado del bienestar, disparó el número de estudiantes universitarios y, por lo tanto, también el de profesores.[7] Pero una cosa es la interpretación que hacen los manuales de lo más relevante que ocurre en la disciplina, obligados siempre a la simplificación, y otra cosa son los auténticos movimientos intelectuales que tienen lugar bajo esas apariencias. Por supuesto, no pretendo negar que existiera a partir de mediados de los sesenta un gran aumento de las obras de Filosofía de la Ciencia más preocupadas por la Historia de la Ciencia que lo que aparentemente pudieran estar los trabajos de las tres décadas anteriores, ni mucho menos que la obra de Kuhn fuera el principal catalizador de dicho aumento. Pero sí me parece que una mirada un poco más detenida al tipo de trabajos que se han ido produciendo desde los años cincuenta en nuestra disciplina muestra una imagen de este desarrollo bastante diferente al de la figura 1.

Figura 1.

En particular, la propia idea de la “Concepción Heredada” como una especie de paradigma (en sentido cuasikuhniano), que dominara la disciplina de manera hegemónica no resiste el paso del tiempo. Dado lo reducido de la población de filósofos de la ciencia en los años cuarenta y cincuenta, los “críticos” del empirismo lógico y de sus seguidores distaban mucho de ser una minoría marginal y, además, fuera de los Estados Unidos llegaban a ser una abrumadora mayoría. Piénsese, por ejemplo, en la influencia de Karl Popper en Gran Bretaña y de Gaston Bachelard en Francia.

Por otro lado, desde la publicación de las primeras obras “americanas” de Carnap y Reichenbach,[8] que distaron de lograr un consenso inmediato en los Estados Unidos (por entonces dominado filosóficamente por el pragmatismo), hasta la aparición de La Estructura de las Revoluciones Científicas, pasaron escasamente veinticinco años, mientras que desde la publicación de esta obra hasta nuestros días han transcurrido casi cuarenta, y en esta segunda etapa ha habido corrientes que, además de tener un número apreciable de seguidores, han perdurado tanto como lo pudo hacer el empirismo lógico. Esto nos permite sospechar que el período de posible hegemonía de la “Concepción Heredada” no es realmente una etapa de consenso seguida por una “crisis” que a su vez da comienzo a una bifurcación en la disciplina sino que, en mi opinión, las cosas se describen mejor diciendo que en ningún momento ha existido una tradición hegemónica en la Filosofía de la Ciencia del siglo xx. Siempre han coexistido vigorosos enfoques muy diferentes y contrapuestos, aunque con el aumento del número de especialistas ha habido una tendencia creciente al aumento de la diversidad de enfoques. Agrupar todos estos enfoques alrededor de la influencia que sobre ellos haya podido tener la “Revolución Historicista” no deja de ser una clasificación artificial, excesivamente simplificada. En particular porque, como señala Giere,[9]

Aunque en los noventa existen muy pocos filósofos de la ciencia que se identificarían a sí mismos como empiristas lógicos, la mayoría aún se ocupa de temas y emplea métodos de análisis que son históricamente continuos con los del empirismo lógico (235).

Entre estos temas y métodos de análisis podemos citar la teoría de la confirmación bayesiana y sus alternativas, la teoría de la medición, la naturaleza de las explicaciones científicas, la estructura de las teorías, la reducción interteórica, la naturaleza y función de las leyes y los modelos, los problemas del realismo y de la verosimilitud, el análisis de la causalidad, etc. Además, los numerosos problemas conceptuales derivados de muchas teorías científicas reales, cuestiones todas ellas que podían caer plenamente bajo los intereses de los representantes de la “Concepción Heredada” y que pueden ser discutidas (y de hecho lo son muy a menudo), con pocos miramientos hacia los problemas históricos, aunque sin compartir dogmáticamente los presupuestos del empirismo lógico.

Giere también indica que difícilmente podemos interpretar la revolución kuhniana como una invitación a “volver a tener en cuenta la ciencia real”, en vez de las pretendidas caricaturas de la ciencia que aparecerían en las discusiones sobre la confirmación de las leyes y el significado de los términos teóricos de la “Concepción Heredada”, pues los creadores del empirismo lógico (aunque tal vez no tanto sus primeros discípulos americanos) no solo estaban perfectamente al tanto de “la ciencia real”, siendo muchos de ellos profesores de física en la universidad germana de entreguerras, sino que el principal estímulo filosófico a lo largo de la vida de estos autores fue el de crear una teoría de la ciencia que estuviese a la altura de las dos grandes teorías físicas desarrolladas en las primeras décadas del siglo: la mecánica relativista y la mecánica cuántica.

Si hubo una mayor “atención a la ciencia real” a partir de la revolución kuhniana, esto ha de entenderse más bien como un aumento de la importancia de los estudios históricos, psicológicos y sociológicos en la Filosofía de la Ciencia, algo que no ha venido a sustituir, ni mucho menos, a la lista de cuestiones ofrecida al principio de este párrafo, sino que simplemente se ha añadido al conjunto de temas que han pasado a ser objeto legítimo de estudio en nuestra disciplina, y ampliando así el número de posibles enfoques utilizados en el análisis de estos temas.

Por otro lado, la mayor parte de estos asuntos habían sido ya estudiados muy intensamente por parte de otras tradiciones de investigación sobre la ciencia distintas del empirismo lógico. No solo se trata de que el enfoque historicista de Kuhn y otros autores hubiera tenido algunos “precursores” notables, como Ludwig Fleck[10], o de que la relatividad de los enunciados observacionales hubiera sido asumida desde muy pronto por algunos notables defensores del positivismo lógico, como Otto Neurath[11], sino que este mismo positivismo lógico era hasta cierto punto en la Europa Central de entreguerras una corriente filosófica marginal, y otras corrientes más dominantes, como la fenomenología de Edmund Husserl y Max Scheler, la sociología del conocimiento de Karl Mannheim y el neokantismo de Ernst Cassirer, la teoría “psicoanalítica” de la ciencia de Gaston Bachelard en Francia, o el pragmatismo de John Dewey en los Estados Unidos.

 

Todas ellas habían asumido en mayor o menor medida la esencial relatividad del conocimiento científico con respecto a las condiciones culturales, sociales o económicas de cada época, si bien esta asunción se había llevado a cabo más a partir de una posturas filosóficas determinadas que mediante un estudio sistemático de la historia de la ciencia.[12] Dentro de este contexto, el empirismo lógico tuvo la suerte de ganar la adhesión de la mayor parte de los filósofos de la ciencia de Estados Unidos inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, pero ni mucho menos puede llegar a considerarse como una “ortodoxia” temporal en la historia de la Filosofía de la Ciencia. Así, una representación gráfica medianamente realista de dicha historia en la segunda mitad del siglo xx sería, por lo tanto, mucho más confusa que la que se muestra en la figura 1, pues contendría numerosos enfoques más o menos relacionados entre sí, y tan mezclados en algunos puntos que sería difícil reconocerlos como escuelas autónomas.

3. Historia de la ciencia y filosofía de la ciencia: ¿vecinos incómodos o pareja de hecho?

Sea como sea, el hecho es que desde los años sesenta hubo un creciente interés por la Historia entre los filósofos de la ciencia, si bien la pretendida “Revuelta Historicista”[13], más que dar un cambio completo de rumbo a los intereses, problemas y perspectivas de la disciplina, se limitó a introducir en ella nuevos temas y nuevos enfoques sin eliminar los que ya existían, aunque afectándolos en mayor o menor medida. Entre los problemas más importantes que se suscitaron debido a este creciente interés podemos señalar el de la objetividad del conocimiento científico, el del progreso de la ciencia y el de su racionalidad, cualidades que casi todos los filósofos de la ciencia, tanto fuera como dentro del empirismo lógico, habían dado por sentadas anteriormente, y que ahora se convirtieron en cuestiones de intensa disputa. El análisis de estos problemas hacía más razonable el uso de argumentos derivados de la historia de la ciencia (bien que entre otras clases de argumentos), y por este motivo se suscitó desde finales de los sesenta una literatura más o menos voluminosa sobre “las relaciones entre la Historia de la Ciencia y la Filosofía de la Ciencia”. A continuación resumiré algunas de las posiciones más importantes sostenidas a lo largo de dicho debate.[14]

Una de las primeras obras en las que se experimentó el choque entre la Historia de la Ciencia y la Filosofía de la Ciencia fue el libro de Joseph Agassi titulado Towards an Historiography of Science (1963). En ese libro, el conocido discípulo de Popper criticaba la mayor parte de las obras de historia de la ciencia entonces existentes por estar basadas, desde su punto de vista, en imágenes falsas del método científico, como eran el inductivismo y el convencionalismo. Esto supone que los trabajos de los historiadores de la ciencia cometerán un doble error: por una parte, al imaginar (equivocadamente) que los grandes científicos del pasado han seguido uno de esos dos métodos, no acertarán a reconstruir el proceso del desarrollo del conocimiento tal como realmente sucedió (por ejemplo, tenderán a ignorar, por no ser capaces de percibir su importancia, las continuas disputas metodológicas entre los científicos); por otra parte, al intentar emplear esas mismas (y defectuosas) metodologías como historiadores, no conseguirán elaborar teorías verdaderamente interesantes y exitosas sobre la historia de la ciencia. Agassi, en cambio, intenta utilizar la hipótesis de que los científicos han seguido más o menos la metodología falsacionista en el sentido de que sus experimentos y observaciones no fueron realizados como una mera búsqueda de hechos, sino como contrastaciones de teorías, y afirma que, con esta metodología, es posible producir investigaciones historiográficas mucho más relevantes. Un curioso paralelismo entre la obra de Agassi y la de Kuhn es que, mientras esta última hizo que muchos filósofos de la ciencia considerasen importante la Historia, la primera intentaba demostrar que los historiadores de la ciencia debían emplear de un modo consciente los resultados de la Metodología.

La obra de Agassi fue duramente criticada en el libro del historiador Maurice Finocchiaro History of Science as Explanation (1973).[15] Su argumento parte de la distinción entre dos tipos de obras en Historia de la Ciencia, a saber, las descriptivas y las explicativas. Las primeras se limitan a acumular hechos relevantes, sin pretender ofrecer interpretaciones muy profundas de los mismos, y su función principal es la de servir como fuente de referencias. Las segundas, en cambio, intentan explicar por qué los científicos del pasado actuaron como lo hicieron. El primer tipo de obras no necesitaría estar basado en ninguna concepción filosófica; las del segundo tipo, en cambio, habrán de basarse principios a partir de los cuales generar las explicaciones. Finocciaro argumenta que muchos de estos principios difícilmente se encontrarán en las teorías metodológicas mencionadas por Agassi, todas las cuales se ocupan más del “contexto de justificación” que del “contexto de descubrimiento”, que es el que centra la atención del historiador. Por ejemplo, el esquema popperiano de “conjeturas y refutaciones” no es tanto una estructura lógica en la mente de los científicos reales de la historia, sino una estructura en la mente del filósofo, que en ocasiones puede confundir más que iluminar los hechos históricos. Además, incluso cuando ciertos principios de una metodología son útiles para explicar la conducta y las creencias de un científico, no se sigue que los principios de otra metodología rival no puedan ser igual de útiles en otros casos, con lo que el historiador no debe elegir entre las diversas metodologías, sino que puede y debe utilizarlas todas. Finocchiaro afirma incluso que el conocimiento de la ciencia contemporánea, y no solo el de la filosofía actual de la ciencia, puede llegar a ser perjudicial para el historiador, pues este conocimiento (al estar por lo general mucho mejor justificado que el de épocas anteriores) puede impedirnos entender los verdaderos procesos de razonamiento de los científicos del pasado.

En su contribución al simposio del que surgió el ya citado e influyente libro La estructura de las teorías científicas, editado por Suppe, el conocido historiador de la ciencia I. B. Cohen criticaba el uso que los filósofos suelen hacer de los ejemplos históricos, en parte por extrapolar categorías científicas y metodológicas actuales al pensamiento de los científicos de otras épocas, y en parte por no estar lo suficientemente preocupados de determinar si esos ejemplos son realmente correctos desde el punto de vista histórico. Por otro lado, “los filósofos”, afirma, “se sirven de la historia para dotar a sus afirmaciones de contenido empírico, o al menos para encontrar ejemplos en el mundo de la ciencia (tal y como se la ha practicado de hecho) que sirvan para ilustrar una tesis propia o para refutar alguna opuesta”; y añade que “es evidente que para este objetivo resulta más útil la historia verdadera que la falsa” (392). En cambio, el historiador no tiene este tipo de prejuicios filosóficos a la hora de realizar sus investigaciones, y él se ocupa de averiguar, en la medida de lo posible, qué era lo que realmente pensaban los científicos del pasado, o qué influencias recibieron y ejercieron de hecho, sin preocuparse, por lo general, de establecer tesis generales sobre el proceso de investigación científica. Además, aunque no niega que la Filosofía de la Ciencia puede aportar conceptos útiles para el historiador, Cohen no piensa que la mayor parte de los historiadores de la ciencia se vayan a beneficiar mucho si dedican una parte de su esfuerzo a convertirse en expertos en Metodología, pues la mayor parte de la literatura de dicha disciplina existente hasta finales de los sesenta era muy difícilmente aplicable de forma directa a la investigación histórica. Además, muchos casos en los que obras de Historia de la Ciencia han sido elaboradas desde ciertos presupuestos filosóficos muestran que, al rechazarse o pasar totalmente de moda las filosofías que las iluminaron, resulte “difícil, si no imposible, leer esas obras hoy con algún provecho” (Suppe 1979 412).[16] En general, para comprender el pensamiento de un científico, sería mucho más importante estar al corriente de la filosofía general y la filosofía de la ciencia de su época que estar familiarizado con la filosofía de la ciencia contemporánea (413). Por contra, en su comentario a este artículo de Cohen, Peter Achinstein indicaba que difícilmente puede un historiador averiguar qué tipo de razonamientos hicieron los científicos del pasado si no tiene unas nociones claras, proporcionadas básicamente por la filosofía de la ciencia, de cuáles son los tipos posibles de razonamiento científico y lo ignora casi todo sobre la validez y aplicabilidad de cada uno.[17]

Posiblemente la contribución más relevante a la literatura sobre las relaciones entre la Historia y la Filosofía de la Ciencia fue el artículo de Imre Lakatos titulado “La Historia de la Ciencia y sus reconstrucciones racionales”, presentado originalmente en un simposio en el marco de la reunión bianual de 1970 de la Philosophy of Science Assocation.[18] En este artículo Lakatos mantiene dos tesis principales. La primera, inspirada posiblemente en la obra de Agassi comentada más arriba, es que cada doctrina metodológica (Lakatos examina, como Agassi, el inductivismo, el convencionalismo y el falsacionismo, además de su propia metodología de los programas de investigación) puede entenderse como un “programa de investigación historiográfico” que intenta explicar los “juicios de valor” emitidos por los científicos en el pasado sobre las diversas teorías, hipótesis o programas de investigación que han sido propuestos a lo largo de la historia, en particular, los juicios sobre su aceptación o rechazo. La segunda tesis lakatosiana es que puede utilizarse la historia real de la ciencia para determinar cuál de aquellas doctrinas metodológicas está mejor “corroborada”. Así, igual que en la investigación científica, las teorías se usan para explicar los hechos y los hechos para contrastar las teorías. Lakatos propone que la Filosofía de la Ciencia proporcione teorías para explicar los hechos “descubiertos” por la Historia de la Ciencia, y esta sirva, por tanto, como juez para decidir qué teoría filosófica sobre la ciencia es la más apropiada. La archiconocida frase con la que Lakatos comienza su artículo, parafraseando a Kant, resume lo esencial de ambas tesis: “La Filosofía de la Ciencia sin la Historia de la Ciencia es vacía. La Historia de la Ciencia sin la Filosofía de la Ciencia es ciega” (1974 11).

La primera tesis condujo a Lakatos a efectuar una distinción entre “historia interna” e “historia externa” diferente de la distinción habitual. Según el uso más corriente de estas dos expresiones, la historia interna de una disciplina es la historia de sus contenidos “puramente científicos” (la evolución de las teorías e hipótesis, el desarrollo de las pruebas experimentales, etc.), mientras que la historia externa consistiría en la investigación de la influencia que sobre esa disciplina hayan podido tener los diversos factores “extracientíficos” (hechos económicos, creencias religiosas, ideologías, decisiones políticas, etcétera). En cambio, Lakatos llama “historia interna” al conjunto de decisiones sobre la aceptación y el rechazo de teorías que, de acuerdo con una doctrina metodológica en particular, se muestran como “racionales” o “justificables”, mientras que la “historia externa” serían todas las demás decisiones que los científicos reales tomaron. Esto quiere decir que el contenido de los conceptos de “historia interna” y “externa” sería dependiente de cada metodología. Por su parte, el criterio meta-metodológico defendido por Lakatos en la segunda tesis citada es el de que es preferible aquella metodología que consiga incluir una parte mayor de la historia real como “historia interna”, es decir, como decisiones o juicios de valor racionales. Sobra decir que es su propia metodología la que, según él, sale mejor parada de esta contrastación con la historia.[19]

Las tesis de Lakatos recibieron numerosas críticas. Por ejemplo, Kuhn señaló que si un filósofo defiende una cierta metodología de acuerdo con la cual una parte de la historia de la ciencia es irracional, solo usará la parte restante (su propia visión de la “historia interna”) como fuente de datos relevantes para juzgar su propia metodología. Es decir, “el filósofo solo aprenderá de la historia, por lo que al método científico se refiere, lo que previamente haya introducido en ella” (Kuhn 1974 87). Richard Hall criticó la identificación lakatosiana entre el “código de honestidad científico” realmente existente en una comunidad o el propuesto por una metodología, y, por otro lado, los criterios de racionalidad ya que en muchas ocasiones puede ser racional ser deshonesto (Hall 109). Aunque pueda ser cierto que muchas metodologías no establecen una clara distinción entre ambas cosas, no ocurriría así con el inductivismo, al menos en las contribuciones de Carnap y Hempel, afirma Hall, pues ellos distinguen claramente entre las estrategias que puede utilizar un científico para aumentar el grado de confirmación de una teoría, por ejemplo), maximizando una función de utilidad epistémica y las que puede seguir para alcanzar sus objetivos personales, maximizando su función de utilidad individual. Cuando Lakatos utiliza el adjetivo “racional” se está refiriendo, aparentemente, solo al primero de estos sentidos. Además, se entiendan en cualquiera de los dos sentidos, las recomendaciones de una metodología serán normalmente hipotéticas más que categóricas. Es decir, tendrán la forma “en tales circunstancias, será racional hacer tal cosa”, de modo que la aplicación de estas normas a casos concretos de la historia de la ciencia será sumamente difícil, porque el historiador y el filósofo actuales tendrán pocas oportunidades de averiguar si en la situación en la que se encontraban los científicos del pasado se daban exactamente dichas circunstancias. Sin embargo, la crítica más severa de Hall a Lakatos es que, según su segunda tesis, una metodología que considerase racionales cualesquiera sean las decisiones científicas, incluso las que de acuerdo con el sentido común y con el consenso mayoritario de los científicos sean decisiones irracionales. Esa metodología, si hiciéramos caso a Lakatos, sería la mejor “corroborada”, pues según ella toda la historia de la ciencia sería “historia interna”, y no quedaría nada que fuera “historia externa”.

El filósofo polaco Stefan Amsterdamski también ha criticado las tesis de Lakatos, basándose fundamentalmente en la incapacidad de la Metodología para proporcionar criterios realmente practicables de selección de teorías. Por una parte, los criterios de selección en los que efectivamente se basan los científicos están determinados por factores extralógicos, que dependen de la “imagen ideal de ciencia” vigente en cada época y en cada contexto, y, en último término, de los factores sociales que rodean el desarrollo de la ciencia. Además, el problema de la selección de teorías, en la ciencia contemporánea, se refiere sobre todo al reparto de los recursos económicos que van a destinarse al desarrollo de cada teoría, y esa decisión suele ser tomada por instituciones colegiadas que necesitan algún criterio de racionalidad, difícil de encontrar en las teorías de los filósofos acerca del método científico. Así pues, los criterios de selección han de ser básicamente de naturaleza social. Esto no conduce a Amsterdamski, empero, a una posición radicalmente sociologista ni relativista, pues concede que el ser humano es capaz de perseguir desinteresadamente la verdad, así como de argumentar y tomar decisiones racionalmente, pero el concepto de racionalidad subyacente a esta visión estaría muy alejado de los principios considerados tradicionalmente por la Metodología de la Ciencia.

Pero, sin duda, las críticas más severas al artículo de Lakatos procedieron del bando de los historiadores de la ciencia.[20] Estos, por una parte, se resistieron a la idea de que la Filosofía debiera ser la única y exclusiva fuente de explicaciones que pudieran usarse en la investigación histórica, es decir, rechazaron la tesis de que subyaciendo a cada enfoque historiográfico existiera una filosofía de la ciencia claramente articulada (o articulable) como “núcleo duro” del propio enfoque (por usar los términos de Lakatos). En particular, se señalaba el hecho de que la mayor parte de los historiadores de la ciencia resultaban inclasificables bajo los “programas de investigación historiográfica” esquematizados por Lakatos y se criticó como carente de fundamento la idea lakatosiana de que un mismo autor debería defender necesariamente la misma “metodología” en el plano filosófico de “metametodología” en el plano historiográfico.[21] Por otra parte, los historiadores están más interesados en descubrir los procesos de investigación tal y como tuvieron lugar que por ofrecer una “reconstrucción racional” de los mismos, apta para el consumo de los filósofos. Por ejemplo, al historiador le interesa la cuestión de cómo llega a emerger un programa de investigación con su “núcleo”, y no solamente lo que le pasa al programa una vez que ha sido constituido, que es para lo que el enfoque de Lakatos ofrece alguna indicación. Todo esto significa que la Historia de la Ciencia es autónoma con respecto a la Filosofía de la Ciencia, según la mayoría de los historiadores, pues estos no necesitan que la teoría del conocimiento o la metodología abstracta les dicten cuáles son los problemas más interesantes que deben resolver, ni cuáles son las líneas que deben seguir para solucionarlos.

Otro artículo muy conocido sobre las relaciones entre la Historia de la Ciencia y la Filosofía de la Ciencia, y que defiende una postura muy diferente de la de Lakatos y de la de sus críticos historiadores, es el que Ronald Giere publicó en 1973 con el curioso título de “Historia y Filosofía de la Ciencia: ¿relación íntima o matrimonio de conveniencia?”[22]. La tesis principal de Giere es que, aceptando que la Filosofía de la Ciencia no puede desentenderse de la ciencia tal como realmente se practica, ni de la forma y el contenido reales de las teorías científicas, el estudio sistemático de la historia de la ciencia es bastante irrelevante para resolver los problemas específicos de la Filosofía de la Ciencia. En especial, estos problemas se refieren a la evaluación o validación de los conocimientos y métodos científicos, y para ello es razonable utilizar como punto de referencia las teorías más recientes, que son las que estarán mejor validadas.[23] Extrapolando la tesis de Giere una o dos décadas después, cuando el tema del realismo (más que el de la racionalidad) se convirtió en el centro de atención de una gran parte de los filósofos de la ciencia, podríamos indicar, en la misma línea que este autor, que para aclarar la cuestión de si debe aceptarse o no la existencia independiente de las entidades o estructuras postuladas por las teorías científicas, lo más interesante es preguntarnos si existen o no los quarks, los agujeros negros o los genes, más que los epiciclos, el flogisto o el éter. De allí, estudiar la historia de aquellos episodios de la investigación científica en los que se discutió la existencia de estas últimas entidades resultaría, cuando menos, filosóficamente poco atractivo. Así pues, el filósofo de la ciencia está obligado a conocer de cerca la ciencia, pero no necesariamente la historia de la ciencia. Una tesis similar defendía varios años después Daniel Garber, indicando que la principal función de la metodología de la ciencia es el de promover las mejores prácticas científicas posibles, aunque este autor reconoce que la historia puede ofrecernos ejemplos de “buen pensamiento científico” que podemos tener en cuenta al desarrollar las teorías metodológicas (Garber 1986).[24]

Entre algunas de las respuestas que recibió el polémico artículo de Giere, destacaré las de Ernan McMullin y Richard Burian.[25] Según el primero de estos autores, la ciencia real no es solo un instrumento que le sirve al metodólogo o epistemólogo para resolver algunos de sus problemas filosóficos, sino que también es el objeto del que se ocupa la Filosofía de la Ciencia. Cuando se contrastan históricamente las afirmaciones de los filósofos sobre la ciencia, muchas de ellas resultan ser simple y llanamente falsas; con el fin de evitar estos errores, sería necesario conocer con bastante detalle la Historia de la Ciencia. Además, McMullin señalaba, desde algunos años antes, que la historia de la ciencia es en cierto sentido más relevante para el filósofo que la ciencia contemporánea porque la primera proporciona casos de estudio completos en su dimensión temporal (1970 29). Burian, por su parte, en una vena mucho más kuhniana, afirma que las propias teorías científicas son entidades históricas, en el sentido de que no pueden ser consideradas como estructuras inmutables, sino que su propia identificación y evaluación es un proceso que sucede a lo largo del tiempo, en el marco de un contexto histórico determinado, en el que se dan muchos factores subyacentes que simplemente desaparecen al “reconstruir racionalmente” las teorías. Así, cuando un filósofo ofrece y discute alguna reconstrucción de una teoría del pasado, debe estudiar si está teniendo en cuenta suficientemente la evolución histórica de la teoría y el contexto en el que fue desarrollada y evaluada.

Sin embargo, el autor cuya obra ha sido más decisiva para la cuestión de las relaciones entre la Historia y la Filosofía de la Ciencia ha sido, seguramente, Larry Laudan, que es uno de los filósofos de la ciencia de primera línea más involucrado en la investigación histórica. En particular, su libro El progreso y sus problemas (1986),[26] constituyó una síntesis muy notable de los enfoques “historicistas” derivados de la obra de Kuhn y los enfoques “racionalistas” del estilo de Popper y Lakatos. En esta obra, Laudan sostiene que si la tarea del filósofo es la de dilucidar la racionalidad de la ciencia (y esta última noción, a su vez, la reduce Laudan a la cuestión de si una determinada tradición de investigación progresa o no), entonces el filósofo debe obtener de la historia de la ciencia: en primer lugar, un conjunto de “intuiciones preanalíticas sobre la racionalidad científica”. Es decir, ejemplos paradigmáticos de decisiones sobre la aceptación o el rechazo de teorías, que se tomen como prácticamente fuera de duda para cualquier persona científicamente educada), intuiciones con las que contrastar la metodología preferida por cada filósofo. En segundo lugar, un registro lo más detallado posible de casos históricos de evolución de tradiciones de investigación, para determinar cómo pueden ser aplicados los criterios de esa metodología a dichos procesos, y esto, a su vez, con el fin de juzgar si aquellas tradiciones de investigación han sido más o menos progresivas. La Historia de la Ciencia sería, así, esencial para la Filosofía de la Ciencia, pero sin constituir por ello un tipo de investigación subordinado conceptualmente a esta, como proponía Lakatos.

En trabajos posteriores, Laudan ha ido más lejos que las tesis que acabamos de ver implican a propósito de las relaciones entre la Historia y la Filosofía de la Ciencia, al afirmar que la propia Historia de la Ciencia es la fuente de la que la Filosofía de la Ciencia extrae su carácter normativo, o más bien, sus posibles prescripciones concretas. Esto es, curiosamente, una consecuencia del enfoque “naturalista” adoptado por Laudan tras la publicación de El progreso y sus problemas, y desarrollado en particular en el libro Science and Values (1984). Según este enfoque, no existe ninguna discontinuidad entre la ciencia y la filosofía, en el sentido de que la filosofía debe emplear, en general, los mismos métodos de investigación que las ciencias empíricas; esto implica que no es posible justificar las intuiciones normativas sobre el progreso y la racionalidad en una concepción apriorística de la ciencia, por muy ilustradas que estén dichas intuiciones por los casos históricos. Ahora bien, mientras que otros autores sacarían a partir de aquí la conclusión de que el único estudio válido de la ciencia es el de tipo psicologista o sociologista, Laudan añade que esa estrategia también eliminaría el carácter prescriptivo de la metaciencia, pues se limitaría a mostrar cuáles han sido los juicios de valor mantenidos por los científicos a lo largo de la historia.

En cambio, opina Laudan, si la metodología ha de seguir manteniendo un espíritu normativo, debe utilizar la historia de un modo distinto. Las normas metodológicas han de entenderse como imperativos hipotéticos, es decir, como enunciados que establecen una cierta conexión entre los valores o los fines que los científicos pretenden conseguir y los medios (“métodos”) que son precisos o convenientes para alcanzarlos de manera satisfactoria. Pues bien, los dos elementos presentes en estas normas deben ser extraídos de la Historia de la Ciencia, pues solo ella nos puede decir qué fines han perseguido de hecho los científicos y cuál ha sido el grado de eficacia de cada regla metodológica.

La importancia de la Historia de la Ciencia va todavía más allá, pues no solo sucede que los valores científicos justifiquen las normas metodológicas, sino que las propias teorías científicas que han sido validadas con ayuda de aquellas normas, (al indicarnos cómo es el mundo, qué cosas son posibles y cuáles no, etc.), también tienen algo que decir acerca de qué fines son alcanzables, qué valores son compatibles entre sí, y qué métodos son más dignos de confianza. Las normas de la metodología solo son justificables investigando la historia de las teorías científicas que las fundamentan y que, a su vez, son fundamentadas por ellas. Es innegable que todo esto implica un alto grado de circularidad, pero la conclusión de Laudan es, precisamente, que por ser así la relación entre valores científicos, principios metodológicos y teorías, no podemos esperar que la Filosofía de la Ciencia se base en fundamentos con validez absoluta, sino que sus conclusiones serán siempre tan provisionales como las de la propia ciencia, y tendrán, como mucho, el grado de aceptabilidad que tengan las teorías científicas.

 

4. ¿Historia ciega, filosofía vacía? acerca del problema de una metodología normativa

En este apartado y en el siguiente voy a ofrecer un esbozo de mi propia concepción sobre las relaciones entre la Historia y la Filosofía de la Ciencia. Si bien mi asunto de interés será el del estatus y la justificación de las normas metodológicas, ya que es este problema el que constituye, desde mi punto de vista, el principal foco de discordia entre quienes defienden las diversas posiciones que he ido exponiendo en el apartado anterior.

4.1 ¿Deben los filósofos de la ciencia ser buenos historiadores y viceversa?

Generalmente, tras la cuestión de si la Historia y la Filosofía de la Ciencia eran disciplinas independientes o se necesitaban la una a la otra se solían esconder varias disputas de naturaleza puramente académica. En primer lugar, si la Historia de la Ciencia debía englobarse en los departamentos de Lógica y Filosofía de la Ciencia o constituir un departamento aparte (posiblemente en las propias facultades de ciencias). En segundo lugar, si el historiador de la ciencia como historiador debía defender y emplear una cierta postura filosófica en su trabajo, y el filósofo de la ciencia como filósofo debía embarcarse en investigaciones historiográficas. Con respecto a la primera cuestión, tradicionalmente la Historia de la Ciencia ha venido siendo una disciplina muy dispersa en su distribución académica, en el sentido de que algunos de sus practicantes se han adscrito a departamentos de Lógica y Filosofía de la Ciencia, otros han ocupado un lugar en las facultades de aquellas disciplinas cuya historia estudian, e incluso se han constituido algunos centros de investigación autónomos para el estudio la historia de la ciencia. Dos décadas después de los momentos más ácidos de la polémica que estoy exponiendo, no parece que esta situación tenga nada de especialmente malo o especialmente bueno, pues, con independencia de su adscripción académica, los historiadores de la ciencia parece que pueden hacer un trabajo de buena calidad. Resulta curioso, en cambio, que no se haya cuestionado tan a menudo la mayoritaria adscripción de los filósofos de la ciencia a los departamentos de Lógica, al menos dentro de las facultades de Filosofía, cuando, tras la pretendida “revolución historicista”, si algo quedó meridianamente claro es que la metodología no es una simple “lógica aplicada”. Empero, esta situación tampoco parece tener consecuencias particularmente negativas.

Con respecto a la segunda cuestión (la de si historiadores y filósofos deben utilizar en su trabajo las herramientas de los otros), mi propia postura se aproxima más a las de Paolo Rossi y Ronald Giere que a ninguna de las demás que han sido expuestas. En concreto, pienso que el filósofo de la ciencia necesita tener un conocimiento profundo (y esto requerirá generalmente que sea “de primera mano”) sobre algunas ramas de la ciencia, y un conocimiento amplio de algunas otras ramas, aunque no necesariamente tan profundo (y, por tanto, puede basarse para ello en “fuentes secundarias fiables”). Los tiempos en los que el filósofo debía ser el integrador de todas las ramas del conocimiento han quedado, si es que alguna vez existieron, definitivamente atrás, sobre todo tras la explosión de las disciplinas científicas en el último siglo y medio. Pero aunque es conveniente que una buena parte de los conocimientos que el filósofo tenga sobre la ciencia lo sean sobre la historia de la ciencia (por lo menos para evitar cometer serios anacronismos y otros errores graves al referirse a la ciencia del pasado), no considero imprescindible que su fuente básica de contacto con la ciencia real sea la Historia de la Ciencia, sino que me parece más conveniente mantener una relación directa con las prácticas científicas de alguna disciplina científica contemporánea. Al fin y al cabo, el historiador de la ciencia no puede experimentar de forma verosímil el sentido de participante en las actividades que él investiga (y mucho menos si su actividad como historiador no es la principal), al menos no tanto como quien se involucra de forma efectiva en las discusiones de una disciplina concreta. Esto no significa, ni mucho menos, que el filósofo pueda permitirse ignorar la historia de la ciencia (justificaré precisamente lo contrario en la sección siguiente), pero sí afirmo que me parecen más relevantes sus contactos con la práctica de la ciencia contemporánea que su dedicación a la investigación historiográfica.[27]

Por otro lado, pienso que el trabajo de los buenos historiadores de la ciencia no se deja representar de forma mínimamente fiel en la caricatura lakatosiana de alguien que intenta aplicar a los datos históricos los principios de racionalidad científica elaborados desde una cierta epistemología, sobre todo si esta es apriorística. Es verdad que muchos historiadores han pretendido que sus descubrimientos servían para apoyar algunas tesis filosóficas, pero creo que, por lo general, esta clase de pretensiones ha tendido más a oscurecer y obstaculizar la investigación historiográfica que a iluminarla. En concreto, pienso que está totalmente fuera de lugar el requerimiento de Lakatos de que los historiadores de la ciencia tendrían que limitarse a contrastar la evolución real de las teorías científicas con su evolución tal como “debería” haber ocurrido según alguna doctrina filosófica, esto es, con las “reconstrucciones racionales” de dicha evolución.

Más bien me parece que el historiador tiene bastante trabajo con establecer de forma suficientemente verosímil cuál fue la evolución real de la ciencia, y puede dejar a los filósofos interpretar sus resultados como deseen. En particular, más que tomar partido por una metodología determinada y “reconstruir” con ella las decisiones de los científicos que estudia, el historiador tendría que averiguar qué principios metodológicos aceptaban o practicaban efectivamente los científicos del pasado, por qué lo hacían así, y qué consecuencias tenía esto sobre sus otras decisiones. Si ocurriese que unos científicos hubieran seguido (o creído seguir) un tipo de metodología y otros hubieran hecho lo propio con una metodología distinta, esto sería algo que de ninguna forma se podría averiguar si los historiadores se limitaran a seguir las recomendaciones de Lakatos, pues este autor plantea el uso contrastador la historia en el sentido de que dicha contrastación debería darnos como resultado alguna tesis que afirmase que una sola metodología (y Lakatos apuesta obviamente por la suya en particular) es la que mejor consigue explicar el desarrollo de la ciencia.

Naturalmente, en la medida en la que las investigaciones científicas del pasado hayan estado influidas por cuestiones o polémicas de tipo metafísico, epistemológico o metodológico, será absolutamente imprescindible para el historiador que las estudia tener un conocimiento suficiente sobre tales problemas. Pero esta necesidad debe ser bien entendida, y en particular hay que advertir dos cosas. La primera consiste en darse cuenta de que esto no implica que el historiador deba tener una opinión formada sobre cuál puede ser la solución más aceptable a esas cuestiones filosóficas, pues es posible que el mero hecho de querer defenderla le lleve a ofrecer una visión sesgada de aquellos acontecimientos históricos. Más bien lo importante es que el historiador sepa percibir claramente todos los argumentos y las posibles falacias que pueden cometerse al defender cada posición. Lo segundo que hay que advertir es que, de forma análoga a como el filósofo sacará en general más ventaja de conocer a fondo la ciencia contemporánea que la ciencia pasada, así para el historiador será generalmente más útil dominar las disputas filosóficas del pasado que las contemporáneas, pues a él le interesará sobre todo conocer el estado de la discusión sobre ese tipo de problemas en la época sobre la cual él está investigando.

Todo esto no quiere decir que la Filosofía contemporánea de la Ciencia sea inútil para la Historia de la Ciencia pues, como ha afirmado por ejemplo el historiador John Murdoch, muchas veces el intento de explicar las teorías científicas pasadas a la luz de conceptos científicos y filosóficos modernos, aunque generalmente nos conduzca a la conclusión de que los segundos no pueden aplicarse a las primeras, sí que nos sirven para descubrir y entender aspectos de aquellas teorías que seguramente no habríamos llegado a descubrir si no las hubiéramos contemplado desde este punto de vista (Murdoch 1981). [28] De todas formas, no creo que la sugerencia de Murdoch deba entenderse como una estrategia que los historiadores deberían seguir regularmente, sino solo como un punto de contacto más entre la Historia y la Filosofía de la Ciencia.

En resumen, y contestando a la pregunta con la que encabezaba este subapartado: es cierto que el historiador puede beneficiarse en cierta medida de la Filosofía de la Ciencia, y que el filósofo puede sacar aún más partido de la Historia, pero esto no implica que cada uno de ellos deba dedicarse a las actividades habituales del otro. Es decir, merece la pena que, por ejemplo, el filósofo tenga conocimientos abundantes sobre la historia de la ciencia (es incluso imprescindible), pero no creo que sea necesario en ningún modo que haya obtenido dichos conocimientos mediante una investigación historiográfica realizada por él mismo. Basta con que se aplique a estudiar (y tal vez discutir) buenos libros y artículos de Historia de la Ciencia, los cuales, al fin y al cabo, siempre serán mejores si los ha elaborado un historiador especialista que si los ha escrito el propio filósofo “en sus ratos libres”. Y lo mismo cabe decir del historiador.

4.2. Las normas metodológicas y el problema de la racionalidad

De todas formas, cuando el tema de discusión se va desplazando hacia la pregunta de si las actividades del historiador y del filósofo de la ciencia dependen mutuamente entre sí, o hacia la pregunta de si ambas actividades deben entremezclarse, pienso que vamos desenfocando el asunto más importante de la discusión, el cual, desde mi punto de vista, no es otro que el siguiente: si pretendemos que la metodología de la ciencia tenga un carácter eminentemente normativo, indicando qué pautas de acción de los científicos son racionales, o qué desarrollos teóricos son progresivos, entonces resulta inevitable contrastar con las prácticas científicas reales los criterios de racionalidad y progreso ofrecidos por los filósofos. Defender una teoría sobre la racionalidad científica que nos llevara a la conclusión de que la inmensa mayoría de los investigadores han sido irracionales casi todo el tiempo, estaría más cerca del fundamentalismo que de la propia filosofía. Por tanto, cada filósofo deberá utilizar “datos” obtenidos de la ciencia real para defender sus propias teorías y criticar las de sus oponentes, pero es ya menos relevante la cuestión de si esos “datos” los obtiene a partir de la ciencia pasada o de la ciencia actual.

Ahora bien, puesto que la mayor parte de los estudios históricos no están elaborados como intentos de responder a las preguntas planteadas por las metodologías contemporáneas en disputa, puede ser difícil encontrar en las obras de los historiadores de la ciencia el tipo de “datos” que los filósofos necesitan, pero eso no obliga de ninguna manera a los historiadores a cambiar el tipo de trabajos que llevan a cabo, y solo ofrecerán ese tipo de colaboración si les resulta interesante. En particular, los historiadores estarían más dispuestos a responder con sus trabajos a las preguntas formuladas por los metodólogos si percibieran que estas preguntas les podrían servir para desarrollar nuevos enfoques historiográficos interesantes desde su propio punto de vista[29] (por ejemplo, si una historia de la termodinámica clásica elaborada con la intención de averiguar si respondía o no a la metodología lakatosiana o sneediana fuese a aportar alguna novedad valiosa a nuestro conocimiento histórico de la ciencia de aquella época). En la medida en la que las teorías filosóficas no sean capaces de aportar perspectivas iluminadoras para los historiadores, no es de esperar que estos las adopten como hipótesis de trabajo.

El filósofo puede responder que, dado que el historiador no solo quiere describir el pasado, sino también “explicarlo” (en el sentido de hacerlo inteligible), debe también tener alguna teoría, aunque esta sea no explícita, que le permita afirmar que entre unos hechos y otros se dan unas relaciones tales que los primeros explican los segundos. Esto es lo que quería indicar Lakatos con la segunda parte de su célebre frase (“la Historia de la Ciencia sin la Filosofía de la Ciencia es ciega”).[30] Pero el historiador, a su vez, puede muy bien dudar de que el tipo de “teorías” que él necesita vayan a ser precisamente las que le ofrecen los filósofos. Por ejemplo, ¿por qué no dar cuenta de los hechos históricos basándonos en teorías psicológicas o sociológicas, en lugar de teorías filosóficas sobre la “racionalidad científica”? De forma aún más específica, ¿por qué debería utilizar el historiador teorías normativas, que afirman lo que los científicos deben hacer, en lugar de teorías positivas, que se limitan a exponer cómo influyen unos factores sobre otros? Al fin y al cabo, si no pensamos en la Historia de la Ciencia, sino en cualquier otra rama de la Historia, un relato basado en concepciones previas acerca del bien y el mal tenderá a parecer “mera ideología” (al menos para quienes no compartan esas preconcepciones); ¿por qué habría de suceder de otra manera en el caso de la Historia de la Ciencia? En este sentido, una historia de la Revolución Científica elaborada desde los “presupuestos” del falsacionismo no creo que resulte menos subjetiva e inaceptable que una historia de la Conquista de América basada en el supuesto de una congénita superioridad moral e intelectual de los europeos sobre los indígenas americanos. Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que entre los historiadores de la ciencia hayan gozado de más predicamento algunas tesis sociologistas (empezando por las de Kuhn) que las teorías metodológicas más en boga entre los filósofos de la ciencia.

La raíz de este problema[31] se encuentra, desde mi punto de vista, en una cierta confusión acerca de la propia idea de una “metodología normativa”. Larry Laudan y Ronald Giere han ayudado considerablemente a deshacer esta confusión al mostrar que las normas metodológicas, usando los famosos términos kantianos, tienen la estructura de los imperativos hipotéticos, más que la de los categóricos.[32] En tal sentido, dichas normas no le dicen al científico lo que debe hacer sin más, sino lo que resulta racional hacer si pretende alcanzar ciertos fines. Esto implica que aunque dos científicos tomen decisiones diferentes en un contexto similar, tal cosa no debe llevarnos necesariamente a concluir que al menos uno de ellos tomó una decisión irracional, pues es posible que el motivo de la discrepancia haya que buscarlo en los diferentes objetivos que ambos persiguiesen, o bien en el hecho de que cada científico poseyera información diferente sobre la situación, o no dispusieran ambos de los mismos recursos. Desde este punto de vista, podemos afirmar lo siguiente en contra de la tesis de Lakatos: la aplicación a la historia de las normas metodológicas, como explicaciones de la conducta de los científicos, no tiene por qué llevarnos a la conclusión de que algunas decisiones científicas han sido racionales (la “historia interna” de la ciencia) y otras irracionales (la “historia externa”). Por el contrario, en principio podemos suponer que todas las decisiones de los científicos han sido “racionales”, en el sentido de haber sido, o haber pretendido ser, instrumentalmente eficaces para satisfacer sus aspiraciones, al menos desde la situación en la que cada decisión fue tomada, y dada la información que cada científico tenía en ese momento.

Esto no es más que una aplicación del principio de racionalidad a la Historia y la Filosofía de la Ciencia, tal como ese principio se utiliza en algunas ciencias sociales (en especial en la economía y, para ser más precisos, en la teoría económica neoclásica). Dicho principio afirma que todo el mundo hace siempre lo que cree que es mejor para él, es decir, aquello que “maximiza su utilidad”, dentro de sus posibilidades.[33] Expresado de esta manera, se trata de un principio totalmente vacío, pues, dada cualquier conducta, siempre podemos imaginar una “función de utilidad” tal que esa conducta sea la que permite maximizarla. Pero esto no hace que el principio sea inútil científicamente; el mismo problema existe, por ejemplo, con la segunda ley de la mecánica: dado cualquier tipo de movimiento, siempre podemos imaginar alguna fuerza que haga moverse a los objetos precisamente de esa manera. Lo que necesitamos hacer para convertir el principio de racionalidad en una tesis verdaderamente explicativa es intentar reducir el conjunto de objetivos de los científicos lo máximo posible, de tal manera que todos los científicos persigan básicamente los mismos fines, y de tal modo que la conducta de cada uno se diferencie solo porque sus opciones, y los costes asociados a cada una, sean distintos en cada caso. Es decir, la tarea del filósofo de la ciencia, con respecto al problema de las normas científicas, consistiría sobre todo responder a la siguiente cuestión: ¿qué objetivos pueden tener los científicos para que sea racional aceptar las normas que aceptan, dadas las situaciones a las que se enfrentan? Una buena respuesta a esta pregunta sería aquella que redujera la cantidad y la variedad de dichos objetivos lo máximo posible, y que fuera consistente, por otro lado, con las consecuencias que pudiéramos extraer de otros tipos de testimonios (por ejemplo, sus declaraciones directas) sobre los fines o valores adoptados por los científicos.

En el próximo apartado ofreceré una respuesta parcial a esta cuestión, pero ahora quiero volver al tema de la normatividad. Como hemos visto, las normas metodológicas tendrían, en este enfoque, el carácter de imperativos hipotéticos y esto implica que resulta problemático entender la aceptación de dichas normas como si dicha aceptación fuera equivalente a una especie de “canon de honestidad científica”. Este es un problema que tiene en general la concepción económica del ser humano cuando intentamos utilizarla para explicar los aspectos morales de la conducta: si todo el mundo se limita a intentar maximizar su utilidad, y la conducta de cada uno solo se diferencia por las opciones que tiene a su alcance y por algunas peculiaridades de su función de utilidad ¿Qué diferencia hay entre quienes trabajan honradamente y quienes se dedican al robo? Al fin y al cabo, ambos están “maximizando su utilidad”. Existen varias teorías que intentan resolver esta dificultad,[34] pero la solución que me parece más razonable es la siguiente:

  1. En primer lugar, algunos “imperativos categóricos” se pueden defender teóricamente si se muestra que, supuesto que los científicos sean racionales, habrá ciertas cosas que deban hacer independientemente de cuáles sean sus fines (i. e., puesto que un imperativo hipotético dice que “si quieres conseguir x, debes hacer y”, tendríamos un imperativo categórico si demostráramos que “para todo x, si quieres x, debes hacer z”).
  2. En segundo lugar, lo más importante para dar carácter normativo a las reglas científicas no me parece que sea su estructura formal (si son reglas condicionales o incondicionales), sino el hecho de que el científico individual se haya comprometido con unas reglas determinadas. Una regla, en este enfoque, no debe entenderse como una “regularidad” en la conducta de los científicos, sino más bien como un principio con el que cada científico se puede comprometer (o no). Una conducta “deshonesta” no equivaldría, por tanto, a una conducta que meramente no coincide con las normas adoptadas por la mayoría, sino en la violación de una norma a la que el propio sujeto ha decidido otorgar carácter normativo.

Así, cuando nos preguntamos por las “normas adoptadas por los científicos”, nuestra cuestión es triple. Por un lado, queremos saber si algunas normas científicas tendrán necesariamente un carácter universal. Por otro lado, nos preguntamos también qué fines pueden haber sido los que les han llevado a unos científicos a aceptar exactamente las normas que han aceptado (de las cuales podemos suponer que, en general, no serán universalmente aceptadas). Finalmente, podemos preguntarnos por qué en ciertas ocasiones los sujetos deciden incumplir esas mismas normas. Con respecto a la primera cuestión, solo se me ocurre algo que toda persona debería hacer si quiere ser racional independientemente de los fines que se proponga conseguir y es, simplemente, intentar averiguar qué consecuencias puede esperar de cada una de las acciones que podría llevar a cabo. Esto podemos entenderlo como una especie de compromiso mínimo de la racionalidad con la verdad. Se trata un compromiso con la verdad porque, ceteris paribus, cualquier persona que intente obtener los mejores resultados posibles con sus decisiones, preferirá tener creencias verdaderas antes que creencias falsas. Pero es un compromiso mínimo porque no implica necesariamente que el objetivo del científico sea “descubrir (o publicar) la verdad”, sino que el requisito considerado se refiere solo a la conexión entre las decisiones del científico y sus resultados: por ejemplo, al científico le interesa saber que, haciendo ciertos experimentos, aumentará la probabilidad de que sus trabajos sean aceptados, pero no es necesario que el mismo investigador sostenga una interpretación “realista” de los resultados de esos experimentos. En cambio, la existencia de este compromiso mínimo sí que puede utilizarse como un argumento contra las epistemologías o sociologías del conocimiento radicalmente relativistas, pues si los científicos son capaces de descubrir ciertas verdades (las relacionadas con sus prácticas sociales) y además están interesados en ello, no se entiende por qué otro tipo de verdades estarían inevitablemente más allá de su alcance y de sus intereses.

Con respecto a la segunda cuestión, digamos ahora simplemente que mi estrategia será más o menos abductiva: dadas las normas que, aparentemente, los científicos han seguido en el curso de la historia y parecen seguir en la actualidad, intentaré buscar algunos fines que cumplan las dos siguientes condiciones:

  1. que parezcan simples y razonables, y
  2. que resulte posible inferir que la obediencia de aquellas normas es una estrategia racional para alcanzar precisamente dichos fines.

Por último, con respecto a la cuestión del incumplimiento de las normas, la respuesta es sencillamente la misma que podemos dar a la pregunta de por qué una persona puede aprobar el establecimiento de una ley contra el robo, y, simultáneamente, decidir robar alguna cosa de vez en cuando, siempre que el riesgo de ser descubierto sea muy bajo. Esta doble decisión no es irracional, al menos en el sentido instrumental del término, en la medida en que ambas cosas (la aprobación “pública” de la ley y su incumplimiento “privado”) forman parte de una estrategia que maximiza la utilidad de esa persona. Así, en el caso de los científicos, es perfectamente racional que uno de ellos acepte el compromiso de describir con rigor el resultado de sus observaciones, pongamos, y a la vez no cumpla dicho compromiso si en cierta ocasión es poco probable que sea descubierto y las ventajas que puede obtener falsificando sus datos son considerables. Como en el caso del orden social y económico, los científicos mismos verán si la frecuencia con la que se incumplen las normas ha llegado a un punto en el que se vea amenazada la consecución de los fines de cada científico, y, en tal caso, pueden plantearse si reforzar esas normas de alguna manera (estableciendo mecanismos de control más severos, por ejemplo) o dejar simplemente las cosas como están (pues el coste de aplicar estas nuevas normas puede ser tal vez demasiado alto).

Volveré brevemente al tema de las relaciones entre la Historia y la Filosofía de la Ciencia. En el enfoque sobre las normas científicas que acabo de esbozar, la Historia de la Ciencia es relevante en un sentido muy cercano al que proponía Lakatos, a saber: proporcionar los “hechos básicos” que la teoría sobre las normas debe explicar, pero, al contrario que en el caso de Lakatos, nuestra teoría no debe estipular cuáles son los objetivos de los científicos, sino que más bien se limita a proponer una hipótesis sobre cuáles pueden ser esos fines, si las normas derivadas de la historia deben poder ser explicadas como elementos de una estrategia racional por parte de cada científico.[35] Con respecto a la tesis de Laudan, según la cual el contenido normativo de la teoría se deriva completamente de la Historia, mi enfoque establece más bien que, aunque es cierto que la Historia nos proporciona las normas efectivamente seguidas, e incluso nos sugiere algunos fines perseguidos por los científicos, lo que la teoría añade es la justificación del carácter normativo de tales normas, es decir, la demostración de que es racional seguir esas reglas si lo que se pretende es alcanzar aquellos fines.

Concluiré este apartado indicando un uso filosófico adicional que puede darse a una teoría de las normas científicas concebida según la pauta que he descrito. Dicho uso es simplemente el de discutir si las normas aceptadas por los científicos son eficaces para alcanzar otros fines, que cada filósofo pueda pensar que merece la pena perseguir. Por ejemplo, podríamos llegar a la conclusión de que el descubrimiento de la verdad objetiva sobre la estructura de la realidad no es un fin situado muy alto en la escala de valores de la mayor parte de los científicos y que, consecuentemente, ellos no se preocupan mucho de adoptar aquellas normas que garanticen la consecución de aquel fin. Pero de aquí no se sigue de ningún modo que las normas de hecho adoptadas carezcan en absoluto de la capacidad de proporcionarnos verdades que sean válidas desde el punto de vista de alguna teoría epistemológica. Tal vez los científicos, persiguiendo solo sus propios intereses profesionales, sean conducidos hacia la verdad “como guiados por una mano invisible”, por decirlo con las famosas palabras de Adam Smith. ¡Claro que también existe el riesgo contrario! Es posible que los científicos intenten descubrir la verdad, pero que el juego de sus intereses les lleve a adoptar normas y a seguir estrategias que dificulten de hecho el logro de tal objetivo. Y, finalmente, el filósofo también puede usar la teoría de las normas de manera puramente estipulativa: si ciertos argumentos le llevan a pensar cuales fines son los que debería perseguir la ciencia, entonces podría seguir el enfoque defendido aquí para intentar deducir cuáles tendrían que ser las normas metodológicas que maximizarían las posibilidades de alcanzar sus fines favoritos. Que los científicos de carne y hueso le hagan caso después, será otra cuestión.

 

Trabajos citados

Achinstein, P. “Historia y filosofía de la ciencia: una respuesta a Cohen”. La estructura de las teorías científicas. Ed. Frederick Suppe. Madrid: Editora Nacional, 1979. 393-404.

Agassi, J. Towards an Historiography of Science. Gravenhage: Mouton & Co, 1936.

Agazzi, E. “What Have the History and Philosophy of Science to do one Another”. Probabilistic Thinking, Thermodynamics, and the Interaction of the History and Philosophy of Science. Eds.      Jaakko Hintikka, David Gruender y Evandro Agazzi. Dordrecht: D. Reidel, 1981. 241-48.

Amsterdamski, Stefan. Between History and Method: Disputes about the Rationality of Science, Dordrecht: Kluwer, 1993.

Andersson, G. Criticism and the History of Science: Kuhn's, Lakatos's and Feyerabend's Criticisms of Critical Relationalism. E.J. Brill, Leiden; New York, 1994.

Ayer, A. J. Comp. El positivismo lógico. México: Fondo de Cultura Económica, 1965.

Barona, J. Ll. Ciencia e historia. Debates y tendencias en la historiografía de la ciencia. Godella: Seminari d’Estudis sobre la Ciència, 1994.

Burian, R. M. “More than a Marriage of Convenience: On the Inextricability of History and Philosophy of Science”. Philosophy of Science 44 (1977): 1-42.

Carnap, R. “Testability and Meaning”. Philosophy of Science 3 y 4 (1936-1937) 419-471 y 1-40.

Chalmers, A. F. ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Madrid: Siglo XXI, 1993.

Chattopadhyaya, D. P. Anthropology and Historiography of Science, Athens, Ohio University Press, 1990.

Cohen, I. B. “La Historia y el filósofo de la ciencia”. La estructura de las teorías científicas. Ed. Frederick Suppe. Madrid: Editora Nacional, 1979. 349-392.

Dear, P. “Cultural History of Science: An Overview With Reflections”. Science, Technology and Human Values 20.2 (1995): 150-170.

Díez Calzada, J. A. “La revuelta historicista en filosofía de la ciencia”. Arbor: Ciencia, pensamiento y cultura 526 (1989): 69-96.

Echeverría, J. Introducción a la metodología de la ciencia. La filosofía de la ciencia en el siglo xx. Madrid: Tecnos, 1999.

Estany, A. Modelos de cambio científico. Barcelona: Crítica, 1990.

________. 2000 “Historia y filosofía de la ciencia: ¿en qué términos establecemos la relación?”. Actas del III Congreso de la Sociedad de Lógica, Metodología y Filosofía de la Ciencia en España, San Sebastián, Universidad del País Vasco. Eds. Mary Sol de Mora et al. 399-407.

Finocchiaro, M. A. History of Science as Explanation. Detroit: Wayn State University Press, 1973.

________. “On the Importance of Philosophy of Science for the History of Science”. Synthese 42 (1979): 411-441.

________. “Aspects of the Logic of History-of-Science Explanation”. Synthese 62 (1985): 429-54.

Fleck, L. La génesis y el desarrollo de un hecho científico. 1935. Madrid: Alianza, 1986.

Fuller, S. “Is History and Philosophy of Science Withering on the Vine?”, Philosophy of the Social Sciences 21 (1991): 149-74.

Gallison, P. “History, Philosophy and the Central Metaphor”. Science in Context 2.1 (1988): 197-212.

Garber, D. “Learning from the Past: Reflections on the Role of History in the Philosophy of Science”. Synthese 67 (1986): 91-114.

Giere, R. Science Without Laws. Chicago: University of Chicago Press, 1999.

González Recio, J. L. “El compás, la lanceta y el crisol: retratos de la naturaleza durante el nacimiento de la ciencia moderna”. Llull 22 (1999): 405-17.

Hacking, I. Representar e intervenir. México: Paidos, 1996.

Hahn, R. “New Directions in the Social History of Science”. Physis 17 (1975): 205-218.

Hall, R. J. “¿Se puede utilizar la historia de la ciencia para decidir entre metodologías rivales?”. Historia de la ciencia y sus reconstrucciones racionales. Ed. Imre Lakatos. Madrid: Tecnos, 1974. 107-119.

Hankins, T. “In Defence of Biography: The Use of Biography in the History of Science”. History of Science 17.1 (1979): 1-16.

Hanson, N. R. What I Do not Believe and Other Essays. Dordrecht: D. Reidel, 1971.

Hatfield, G. “The Importance of the History of Science for Philosophy in General”. Synthese 106 (1996): 113-138.

Kragh, H. Introducción a la historia de la ciencia. Barcelona: Crítica, 1989.

Kranzberg, M. “The Uses of History in Studies of Science, Technology and Society”. Bulletin of Science, Technology and Society 10.1 (1990): 6-11.

Kuhn, T. S. La estructura de las revoluciones científicas. Ed. Frederick Suppe. México: Fondo de Cultura Económica, 1971.

________. “Notas sobre Lakatos”. Historia de la ciencia y sus reconstrucciones racionales. Ed. Imre Lakatos. Madrid: Tecnos, 1974. 79-95.

Lakatos, I. Historia de la ciencia y sus reconstrucciones racionales. Madrid: Tecnos, 1974.

________. La metodología de los programas de investigación científica. Madrid: Alianza, 1983.

Lakatos Imre y Alan Musgrave. La crítica y el desarrollo del conocimiento. Barcelona: Grijalbo, 1975.

Laín Entralgo, P. “¿Para qué la historia de la ciencia?”. Arbor 142 (1992): 13-20.

Laudan, L. Science and Values. Berkeley: University of California Press, 1984.

________. El progreso y sus problemas. 1977. Madrid: Encuentro, 1986.

           

Lepenies, W., P. Weigart y Loren Graham. Eds. Functions and Uses of Disciplinary Histories. Dordrecht: D. Reidel, 1983.

Lindholm, L. M. “Is Realistic History of Science Possible?”. Scientific Philosophy Today. Essays in Honor of Mario Bunge. Eds. Mario Agassi y Robert Cohen. Dordrecht: D. Reidel, 1981. 159-186.

López Piñero, J. M. “Las etapas iniciales de la historiografía de la ciencia. Invitación a recuperar su internacionalidad y su integración”. Arbor 142 (1992): 21-67.

Losee, J. “Whewell and Mill on the Relation Between Philosophy of Science and History of Science”. Studies in History and Philosophy of Science 14.2 (1983): 113-126.

________. Filosofía de la ciencia e investigación histórica. Madrid: Alianza, 1989.

McMullin, E. “The History and Philosophy of Science: A Taxonomy”. Historical and Philosophical Perspectives of Science. Ed. Roger H. Stuewer. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1970. 12-67.

________. “History and Philosophy of Science: A Marriage of Convenience?”. Boston Studies in the Philosophy of Science 32 (1975): 515-531.

________. “La filosofía de la ciencia y sus reconstrucciones racionales”. Progreso y racionalidad en la ciencia. Eds. Gerard Radnitzky y Gunnar Andersson. Madrid: Alianza, 1982. 201-226.

Medina, E. “La polémica internalismo/externalismo en la historia y la sociología de la ciencia”. Revista española de investigaciones sociológicas 23 (1983): 53-75.

Moulines, C. U. “On How the Distinction Between History and Philosophy of Science Should Not Be Drawn”. Erkenntnis 19 (1983): 285-296.

Murdoch, J. E. “Utility versus Truth: At Least One Reflection on the Importance of the Philosophy of Science for the History of Science”. Probabilistic Thinking, Thermodynamics, and the Interaction of the History and Philosophy of Science. Eds. Jaakko Hintikka, David Gruender y Evandro Agazzi. Dordrecht: D. Reidel, 1981. 311-320.

Newton-Smith, W. H. La racionalidad de la ciencia. Barcelona: Paidós, 1987.

Nickles, T. “Remarks on the Use of History as Evidence”. Synthese 69.2 (1986): 253-266.

________. “Engaging Science: How to Understand Its Practices Philosophically”. Isis 88.2 (1987): 379-381.

Pyenson, L. ““Who the Guys Were”: Prosopography in the History of Science”. History of Science 15.3 (1977): 155-188.

________. “El fin de la Ilustración: reflexiones próximas y lejanas sobre la Historia de la Ciencia”. Arbor 142 (1992): 69-91.

Radder, H. “Philosophy and History of Science: Beyond the Kuhnian Paradigm”. Studies in History and Philosophy of Science a.28 (1997): 633-655.

Reichenbach, H. Experience and Prediction. Chicago: University of Chicago Press, 1938.

Ribes, D. “Relaciones entre historia y filosofía de la ciencia”. Llull 1 (1977): 25-34.

Rivadulla, A. Filosofía actual de la ciencia. Madrid: Tecnos, 1986.

Rossi, P. Las arañas y las hormigas. Una apología de la historia de la ciencia. Barcelona: Crítica, 1990.

Ruse, M. “Do the History of Science and the Philosophy of Science Have Anything to Say to Each Other?”. Proceedings of the Biennial Meetings of the Philosophy of Science Association 2 (1993): 467-496.

Sánchez Ron, J. M. “Historia de la ciencia: perspectivas historiográficas”. Arbor 142 (1992): 9-12.

Shapin, S. “History of Science and its Sociological Reconstructions”. History of Science 20 (1982): 157-211.

Shapin, S. “Discipline and Bounding: The History and Sociology of Science as Seen through the Externalism-Internalism Debate”. History of Science 30.4 (1992): 333-369.

Shapin, S. y A. Thackray. “Prosopography as a Research Tool in History of Science: The British Scientific Community, 1700-1800”. History of Science 12.1 (1974): 1-28.

Smart, J. J. C. “Science, History and Methodology”. British Journal for the Philosophy of Science 23.3 (1972): 248-268.

Sneed, J. The Logical Structure of Mathematical Physics. Dordrecht: D. Reidel, 1971.

Ten, A. E. “Sobre algunos tipos de acercamiento a la historia de la ciencia y la tecnología”. Arbor 130 (1988): 35-54.

Vicedo, M. “Is the History of Science Relevant to the Philosophy of Science?”, Proceedings of the Philosophy of Science Association 2 (1993): 490-496.

Wartofski, M. “The Relation between Philosophy of Science and History of Science”. Boston Studies in the Philosophy of Science 39 (1976): 717-737.

Williams, L. P. “Should Philosophers Be Allowed to Write History?”. British Journal for the Philosophy of Science 26 (1975): 241-253.

Zamora Bonilla, J. P. “Úteros en alquiler”. Isegoría 18 (1998): 205-212.

________. “Truthlikeness, Rationality and Scientific Method”. Synthese 122 (2000): 321-335.

________. “Dinámica de redes teóricas”. Desarrollos actuales de la metateoría estructuralista: problemas y discusiones. Ed. José A. Díez y Pablo Lorenzano. Universidad de Quilmes, 2002. 145-164.

 

 

[1] Este artículo se ha beneficiado de los proyectos de investigación prx14-00007, ffi2014-57258-p y ffi2017-89369-p. Una versión previa se publicó en mi libro Cuestión de protocolo: ensayos de metodología de la ciencia, Tecnos, 2005.

[2] Usaré las expresiones “Historia de la Ciencia” y “Filosofía de la Ciencia” con mayúsculas cuando me refiera a las disciplinas académicas así denominadas, y emplearé, en cambio, las minúsculas para referirme al conjunto de los acontecimientos científicos del pasado, o a alguna doctrina particular sobre los problemas filosóficos relacionados con la ciencia.

[3] Por ejemplo, las ciencias cognitivas, la microsociología, la inferencia estadística, los modelos evolutivos, la teoría de la decisión y de los juegos, etcétera.

[4] Citemos, entre estas voces críticas, las de Popper, Quine, Toulmin y Hanson.

[5] Este libro contiene las actas de un simposio celebrado en 1969. La mencionada tradición historiográfica de la filosofía de la ciencia incluiría obras como Newton-Smith (1987), Hacking (1996), Chalmers (1993), y, en nuestro país, Rivadulla (1986) y Echeverría (1999). En Zamora Bonilla (2002) he argumentado también sobre la vigencia de esta tradición.

[6] Una cuestión sobre la que no se había alcanzado un consenso absoluto era la de si el lenguaje formal que debía emplearse para reconstruir las teorías científicas era el de la lógica de primer orden u otro más complejo (por ejemplo, el de la teoría de conjuntos, como defendían Patrick Suppes y sus seguidores). La primera opción, aunque resultaba mucho más cómoda sobre todo para estudiar la semántica de las teorías científicas, impedía de todas maneras reconstruir estas de forma mínimamente realista, debido, entre otras cosas, a la irreductibilidad de la aritmética a la lógica de primer orden. Empero, esta misma lógica fue incluso abandonada posteriormente como herramienta principal por lo difícil que resultaba explicar con su ayuda la semántica de los términos teóricos, tarea en la que algunos seguidores de Suppes (especialmente Joseph Sneed 1971) consiguieron un notable éxito empleando la teoría de conjuntos. Esta discusión se resume bien en el eslogan de Suppes según el cual la filosofía de la ciencia debe inspirarse en la matemática, y no en la metamatemática.

[7] Para una interpretación semejante de la historia de la Filosofía de la Ciencia, Giere (1999).

[8] Si no me equivoco, serían Testability and Meaning de Carnap y Experience and Prediction de Reichenbach, aunque este último libro fue compuesto en la fase del exilio de su autor en Turquía.

[9] Téngase en cuenta que se refiere exclusivamente a la situación de la disciplina en los Estados Unidos.

[10] Fleck (1986); ed. orig. de 1935.

[11]Neurath en Ayer (1965) Cap. 9.

[12]Rossi (1990).

[13] Por usar la expresión de Díez Calzada (1989).

[14] Una buena introducción a este problema, y en general a la relación entre lo descriptivo y lo normativo en la Historia y la Filosofía de la Ciencia es el capítulo final de Estany (1990). La misma autora ha retomado esta cuestión recientemente, defendiendo la tesis de que la historia y la metodología de la ciencia no solo se necesitan mutuamente, sin confundirse entre sí, sino que lo mismo sucede con una multitud de disciplinas que pueden tener a la ciencia como objeto de estudio (sociología, ciencias cognitivas, ética, política, etc), tanto con el fin de entender el desarrollo de la ciencia, como para poder intervenir socialmente sobre ese desarrollo (Estany 2000). Por otro lado, tres buenas introducciones a los problemas metodológicos de la Historia de la Ciencia, y en parte sus relaciones con la Filosofía de la Ciencia, son Kragh (1989), Losee (1989) y Barona (1994). Otras obras interesantes sobre las relaciones entre la Historia y la Filosofía de la Ciencia, y sobre las dificultades metodológicas de la Historia de la Ciencia, son Chattopadhyaya (1990), Dear (1995), Fuller (1991), Gallison (1988), Hahn (1975), Hankins (1979), Hatfield (1996), Kranzberg (1990), Laín Entralgo (1992), Lepenies & Weigart (1983), Lindholm (1981), López Piñero (1992), Losee (1983), Medina (1983), Moulines (1983), Nickles (1986) y (1987), Pyenson (1977) y (1992), Radder (1997), Ribes (1977), Ruse (1993), Sánchez Ron (1992), Shapin (1982) y (1992), Shapin & Thackray (1974), Smart (1972), Ten (1988), Vicedo (1993), Wartofski (1976), Williams (1975).

[15] También Finocchiaro (1979) y (1985).

[16] La cita corresponde a la “Discusión” que aparece tras los artículos de Cohen y Achinstein entre varios asistentes al simposio.

[17] Achinstein (1979).

[18] El lector castellano tiene (por lo que sé) hasta tres traducciones diferentes de este artículo: una en un libro homónimo publicado por Tecnos en 1974, y que contiene además las otras contribuciones al simposio y las respuestas de Lakatos; otra en la traducción del volumen de sus Philosophical Papers con el título La metodología de los programas de investigación científica, y otra en el volumen coeditado por Lakatos y Musgrave con el título La crítica y el desarrollo del conocimiento científico.

[19] Dentro de la órbita del falsacionismo, esta tesis se desarrolla en Andersson (1994).

[20]Por ejemplo, McMullin (1982) y Rossi (1990).

[21] Según McMullin (1982 207), dos historiadores o filósofos con “programas de investigación historiográficos” muy distintos podrían, no obstante, considerar recomendables casi exactamente los mismos métodos científicos para los investigadores cuya obra estén estudiando.

[22] Título en el que, obviamente, se basa el de este apartado.

[23] Una tesis semejante había defendido Hanson (1971).

[24] Por su parte, González Recio (1999) defiende una tesis paralela a la de Giere: la ciencia moderna no debe guiar el estudio de la historia de la ciencia.

[25] McMullin (1975) y Burian (1977).

[26] Edición original de 1977.

[27] Algunas veces se ha tendido a interpretar la tesis de Giere como si afirmase que la Historia de la Ciencia es menos relevante para el filósofo que la ciencia contemporánea porque esta es más “científica” que aquélla, es decir, porque las teorías modernas están mejor establecidas que las antiguas. Este argumento (que creo que no es el del propio Giere) puede tener alguna validez cuando nos dedicamos a problemas de filosofía de una ciencia específica: si reflexionamos sobre la realidad última de la materia será más útil conocer la electrodinámica cuántica que la teoría atómica de Dalton. Pero, si estamos discutiendo algún problema de filosofía general de la ciencia, en ese caso nos preguntaremos si los “buenos” científicos actúan de tal o de cual modo, y muchos científicos del pasado son con seguridad tan “buenos” o “mejores” que los contemporáneos.

[28] Este autor afirma incluso que la aplicación de tesis filosóficas contemporáneas a la ciencia del pasado es menos perniciosa que la aplicación de conceptos científicos modernos, pues aquéllas suelen ser aplicadas de forma más crítica.

[29] Como en la sugerencia de Murdoch, véase la nota anterior.

[30] Parecida opinión expresa Agazzi (1981), aunque previniendo a la vez contra el uso partidista de la historia por parte del filósofo y de la metodología por parte del historiador. Así, afirma que: “también debemos decir que la historia de la ciencia apoyada por una filosofía de la ciencia dogmática y pretenciosa se arriesga a ser doblemente ciega, mientras que una filosofía de la ciencia apoyada por una historia partidista de la ciencia corre el riesgo de ser a la vez ciega y vacía” (248).

[31] “Problema” si acaso para los filósofos, por supuesto, no para la inmensa mayoría de los historiadores y los sociólogos de la ciencia.

[32]Para el caso de Giere (1999 72) y para Laudan, véase más arriba.

[33] La conducta “altruista” puede explicarse simplemente suponiendo que a algunas personas les afecta el bienestar de otras. Esta no es una respuesta que carezca de problemas serios, empero, aunque me abstendré de discutirlos ahora. Por otro lado, la cuestión sobre el carácter positivo o normativo de la metodología es completamente paralela a la misma discusión a propósito de la teoría económica. Por ejemplo, la teoría neoclásica sobre la producción, ¿describe cómo se toman las decisiones de producción en la empresa, o estipula cómo deberían tomarse? Los economistas resuelven este dilema aceptando los dos cuernos a la vez: la teoría dice ambas cosas, pues un empresario que no tomara las decisiones que, según la teoría, son racionales, sería expulsado del mercado por las empresas con más éxito. Igualmente podemos pensar que los científicos que no fueran capaces de hacer regularmente lo que es racional, dados sus objetivos y su propia situación, no durarían mucho en el juego de la ciencia. Esta última tesis, por supuesto, no puede ser afirmada a priori, sino que necesita una contrastación histórica (dicho sea de paso: también lo necesita la tesis de los economistas).

[34] Ver Zamora Bonilla (1998) para un panorama muy resumido.

[35] Hay que reconocer, por otro lado, que Lakatos mismo es muy poco explícito cuando se trata de responder la cuestión de cuáles pueden ser los objetivos que justifican las normas metodológicas.