Revista
Colombiana de Filosofía de la Ciencia, Vol. 18 Nº 37 (2018): 179-200
ISSN: 0124-4620 (papel) & 2463-1159 (electrónico)
Fecha de aceptación: 10/09/2018
Fecha de aprobación: 12/10/2018
https://doi.org/10.18270/rcfc.v18i37.2574
Historicism, history and philosophy of
science
Sergio F. Martínez
Instituto de Investigaciones
Filosóficas. Universidad Nacional Autónoma de México
Ciudad de México, México
Cuando se reconoce que la objetividad del conocimiento científico no puede argumentarse mediante criterios a priori, se plantean dos tipos de proyecto para caracterizar dicha objetividad: las propuestas naturalizadas que intentan sustentarla en la ciencia misma y las propuestas historicistas que buscan apoyarla en la historia de la ciencia. Hacemos ver que la compatibilidad de esos dos tipos de proyecto se logra dejando de lado modelos individualistas de la cognición humana y centrando la atención de la filosofía de la ciencia en prácticas (y no en teorías).
Palabras clave: relación historia-filosofía de la ciencia; historicismo; filosofía de la ciencia naturalizada
Abstract
If we recognize that the objectivity of Scientific Knowledge can not be
supported by a priori criteria, then two types of project are presented to
characterize this objectivity: the Naturalized Proposals that try to sustain it
in Science itself and the Historicist Proposals that seek to sustain it in the
History of the Science. We point out that the compatibility of these two types
of project is achieved by setting aside Individualistic Models of Human
Cognition and, rather, focusing the attention of Philosophy of Science on
Practices (and not on Theories).
Keywords: Relationship history philosophy of science; historicism; philosophy
of naturalized science
1. Historia de
la relación entre historia y filosofía de la ciencia
En el siglo xix la reflexión
filosófica acerca de la ciencia se hacía a partir de ciertos supuestos que se
aceptaban a priori respecto a qué era
la ciencia y cuáles eran sus métodos. Conforme creció en importancia social y
las implicaciones tecnológicas del avance científico aumentaron, la idea de que
la ciencia era el sumun del conocimiento humano tomó cada vez más fuerza. Al
mismo tiempo, sin embargo, las maneras de hacer ciencia se diversificaron y empezaron
a formarse las grandes instituciones científicas que iban a ser distintivas de
la ciencia en el siglo xx, cuyo
desarrollo institucionalizó la variedad de prácticas que constituyen la empresa
científica y que hacen más urgente la identificación de principios
metodológico-epistémicos (sino ontológicos) que la distingan de otro tipo de
instituciones. Las grandes discusiones a principios del siglo xx acerca de la naturaleza del
conocimiento humano estuvieron íntimamente ligadas a las implicaciones
epistemológicas de la creciente diversidad de disciplinas científicas que dicen
cosas muy diferentes acerca de la realidad de la que trata la ciencia;
diversidad que invita a una conclusión relativista por lo menos en el sentido
de que sugiere identificar los fines de la ciencia con fines prácticos (o
instrumentales), y por lo tanto, debilita su identificación con un tipo de
conocimiento epistémicamente privilegiado y metodológicamente distinguible.
La teoría de Darwin que sugiere que hay mecanismos con poder explicativo en
la biología sin que esos mecanismos se entiendan como instancias de principios
universales (leyes de aplicación universal) indica que la ciencia puede
formular explicaciones causales que tengan un alcance limitado sin que este sea
necesariamente un caso particular de una ley más general. En su famosa tesis de
doctorado de 1874, Boutroux defiende una visión metafísica del mundo que sin
estar relacionada directamente con la teoría de Darwin apunta en la misma
dirección desde una perspectiva muy distinta[2].
También la idea de que la realidad consiste en una jerarquía de estructuras,
cada una de ellas caracterizada por sus propias leyes que tienen una relativa
autonomía respecto a las leyes en otras estructuras. Las leyes de la física no
determinan las leyes de la biología ni las leyes de la biología determinan las
leyes de la psicología. A estas estructuras relativamente autónomas las llama
“mundos”. Su tesis central es que ese aspecto contingente de las leyes de la
naturaleza requiere entonces no solo de un Dios creador del mundo sino de “la
providencia que estuviera al tanto de los detalles así como del todo” (172).
Boutroux continúa una tradición muy importante, iniciada por Whewell a
principios del siglo xix, en la
que se parte de reconocer el carácter contingente de las leyes en la ciencia
para hacer ver la necesidad de un principio no natural que explique el orden
resultante. Nótese que si queremos evitar la conclusión de Boutroux debemos
hacer compatible esa diversidad de leyes contingentes con la idea que las leyes
describen un mundo objetivo.
A principios del siglo xx se
elaboraron muchas propuestas que buscaban formular una epistemología que tomara
en cuenta el papel de la historia y de las diferentes ciencias para explicar
esta diversidad de “mundos”. Un documento emblemático de esta discusión acerca
del relativismo propiciada por la creciente diversidad de disciplinas
científicas es el artículo de Riezler publicado en 1928: “Die Krise der Wirklichkeit” (“La
crisis de la realidad”). Este texto hace ver que en el cambio de siglo habíamos
pasado de creer que la naturaleza está conformada por “leyes estáticas” a
darnos cuenta de que la ciencia consiste de diferentes ciencias que, contrario
a lo que esperaba el positivismo, se desarrollan en direcciones distintas y
parece que apuntan a tipos de conocimiento diferente (articulados por leyes que
en el lenguaje de Boutroux serían “contingentes”).
Riezler propone que nuestra realidad usual está constituida por tres tipos
de realidades. Una estaría asociada con la corriente continua de nuestras
percepciones, otra con nuestro conocimiento objetivo del mundo (asociado en
particular con la ciencia experimental) y la tercera con nuestro conocimiento
del mundo absoluto a través de lo históricamente cambiante (el conocimiento que
tenemos a través del estudio de la historia). Según el autor, el desarrollo de
las ciencias del cambio de siglo cuestionaba seriamente la idea de que el
segundo tipo de realidad convergiera de manera continua con el tercero. En
otras palabras, pensaba que la ciencia apunta a un tipo de realidad diferente a
la que podemos conocer históricamente. De esta manera, interpretaba la
diversificación de la ciencia en cada vez más disciplinas divergentes como una
crisis epistemológica.
Riezler es uno de tantos autores que en ese tiempo hablaban de una crisis
epistemológica proveniente de la incompatibilidad entre los diversos tipos de
conocimiento que apuntan a distintos tipos de realidades. Ludwig Fleck publicó
unos meses después, en la misma revista en la que apareció “Die Krise der
Wirklichkeit”, un artículo en el que propone una caracterización de la ciencia
que nos lleva a una manera muy diferente de entender esa “crisis”. Fleck (1929)
considera que la no convergencia de las ciencias hacia un sistema conceptual unificado
no tiene que verse como un problema. Esta no convergencia solo lo es, si
pensamos el conocimiento como adjudicable o propio de personas individuales, o
si lo entendemos como el problema de “un ser humano simbólico” (idealizado)
confrontado con esa divergencia. Su tesis es clara: la única manera de comprender
el conocimiento es como un producto social. Esta idea lo lleva a una tesis
relativista fuerte: cada individuo pensante tiene muchas realidades en parte
contradictorias: la realidad de la vida diaria, la laboral, la religiosa, la
política, y una pequeña realidad científica; pero, además, tiene una oculta
realidad supersticiosa que hace del yo una excepción, una superpuesta realidad
personal (1983).
Según Fleck, la única manera en la que una teoría del conocimiento puede
asimilar este relativismo es reconociendo el carácter colectivo del conocimiento
y la diversidad de maneras de percibir y pensar que constituye lo que el autor
llama “colectivos de pensamiento”. Estos pueden ser efímeros o duraderos, y dan
pie a los estilos de pensamiento, o
maneras en la que nuestra percepción y experiencia dependen de los colectivos
de pensamiento en los que participamos (1979). El relativismo de Fleck resuena
con el relativismo de Canguilhem, con las preocupaciones de Poincaré y Husserl
y con muchos otros contemporáneos europeos que se tomaban en serio la crisis
epistemológica a la que apuntaban Riezler y varios filósofos de la época.
El positivismo lógico, en particular las propuestas de Popper, Carnap y
Reichenbach que marcan el inicio de la institucionalización de la filosofía de
la ciencia, surge como un intento de formular una respuesta alternativa a ese
relativismo en el que discurren las filosofías tanto de Riezler y Fleck como las
de tantos otros filósofos de principios del siglo xx[3].
Después de señalar la forma en que el positivismo lógico reorienta la filosofía
de la ciencia hacia una filosofía de la ciencia ahistoricista, veremos cómo el
“giro historicista” nos lleva a explorar un tipo de historicismo que sigue
centrándose en supuestos heredados del positivismo lógico. Luego sugeriremos
que una propuesta genuinamente historicista de filosofía de la ciencia tiene
que retomar como punto de partida ideas como las de Fleck y Wartofsky,
para quienes la ciencia es una empresa colectiva articulada en prácticas (véase sección 6 en particular),
pero también debe rescatar la idea de que la filosofía de la ciencia es
naturalizada en un sentido que desdibuja la separación tradicional entre
ciencia y filosofía y, en particular, entre avance científico y avance de la
filosofía de la ciencia.
2. Estructura y positivismo en lugar de historia
El positivismo lógico permite entender de manera unificada, en términos de
la estructura lógica, lo que es el conocimiento humano decantado en nuestras
mejores teorías. La tarea central de la epistemología puede entonces formularse
de manera no relativista como el problema de entender la estructura lógica de
nuestras teorías físicas más generales, y esta tarea se complementa con una
tesis reduccionista que sirve como criterio de demarcación, según la cual debe
ser posible caracterizar el contenido empírico producido en las diferentes
disciplinas científicas como una extensión de lo que dicen nuestras teorías
(físicas) más generales. En 1928 Carnap publicó La estructura lógica del mundo, un libro emblemático en el que
trata de formular una respuesta al relativismo a partir de ideas
estructuralistas que habían resultado muy útiles para desarrollar una visión
unificada de las matemáticas. En el prefacio, deja claro que su libro se
inserta en una serie de movimientos culturales que buscan caracterizar “formas de vida personal y colectiva” que permitan
reconciliar los avances de la ciencia con la filosofía. La “teoría de la
constitución” que desarrolla en su libro requiere –nos dice él– de
la colaboración de científicos y filósofos, en la medida en que la tesis
central propone la posibilidad de formular de manera rigurosa, y utilizando los
recursos de la lógica y la matemática, un sistema de constitución en el que
todos los objetos científicos (sobre los que se discurre en diferentes
disciplinas) se puedan formar a partir de unos cuantos.
La gran diversidad de divisiones entre las ciencias tal y como se practican
podría entenderse como mera apariencia, ya que los objetos de las diferentes
ciencias pueden verse desde la reconstrucción que propone Carnap como
definibles a partir de algunas relaciones básicas y símbolos lógicos. Si bien este
ambicioso proyecto no fructificó, queda claro que está dirigido a dar respuesta
al relativismo al que hemos hecho mención en la sección anterior como parte de
una búsqueda por reconciliar la ciencia y la filosofía. Una versión modificada
de su proyecto posteriormente da lugar a diferentes versiones del
estructuralismo que se desarrollan a lo largo de varias décadas en la filosofía
de la ciencia.
El estructuralismo es el tipo de filosofía de la ciencia que guio
la institucionalización de la misma, y por lo tanto ha sido el tipo
predominante hasta hace unas dos o tres décadas. Esta filosofía de la ciencia,
que puede caracterizarse en términos generales como “empirismo lógico” o
“empirismo estructuralista”, está centrada en teorías, en el sentido que gira
alrededor de la tarea de determinar la estructura y la dinámica de las teorías.
Es precisamente esta restricción a las teorías lo que permite formular una
filosofía de la ciencia ahistórica, en la que conceptos como verdad y
objetividad pueden entenderse en términos de estructura lógica, ya sea por
correspondencia con el mundo o con un método. Como veremos adelante, el
reconocimiento de que la filosofía de la ciencia requiere enfocar nuestra
atención en las prácticas científicas nos lleva a finales del siglo xx de
vuelta al historicismo como la mejor manera de lidiar con el relativismo
asociado a la diversidad de tipos de conocimiento que produce la ciencia.
3. El “giro historicista”
La idea de que la ciencia
puede caracterizarse filosóficamente sin involucrar la historia ha sido muy
llamativa para los filósofos desde los griegos, precisamente porque permite
caracterizar la objetividad de la ciencia como algo que no depende de nuestros
intereses o creencias. Por lo general el modelo para desarrollar la idea ha
sido la matemática. La historia de cómo se llegó al teorema de Euclides es una
cosa, el teorema es otra, y comprender el teorema, entender la prueba, no
requiere saber nada de su historia. De manera similar, parece obvio que para aprender
genética, química o física de partículas no se necesita estudiar la historia de
cómo llegamos a esas teorías. A lo más, conocer la historia puede ayudar a
motivar al estudiante de ciencias o a divulgar el valor de la ciencia, pero esa
historia no contribuye a la verdad de las teorías en cuestión. Esta tendencia a
rechazar la importancia de la historia en la filosofía de la ciencia se ha
visto reforzada por una visión muy simplista del historicismo como determinismo
histórico.
Popper, por ejemplo,
criticó mucho el historicismo porque lo entendía como la idea de que la
historia era el resultado de leyes deterministas. Intentos como el de Hempel
que trataban de mostrar cómo es que las explicaciones históricas podían
caracterizarse como explicaciones nomológico-deductivas ciertamente abonaban
críticas como la de Popper. El relativismo y el historicismo eran dos
caricaturas que podían fácilmente dejarse de lado una vez que se identificaba
el conocimiento objetivo con la ciencia y la ciencia con un método (como en el caso
de Popper) o con un tipo de estructura lógica (como en el caso de Carnap)[4]. Hacking
inicia su libro Representar e intervenir
con una cita de Nietzsche en la que critica a los filósofos por su odio al
devenir, por su falta de sentido histórico y por pensar que la ciencia es una
momia. Usa esa cita para mostrar que el rechazo en filosofía a la idea de que
entender algo requiere comprender su historia es antiguo y está ligado a la
pretensión de que el ideal de conocimiento científico ahistórico es el sumun de la ciencia. Si bien las
técnicas de la “momificación” han variado a lo largo de la historia de la
filosofía, el ideal platónico de una realidad de esencias inmutable es
indudablemente una fuente de inspiración constante que ha empujado a la
filosofía a explicar lo mutable a partir de lo inmutable.
Las momias conceptuales –nos
dice Nietzsche– son también dogmas, recetas fáciles para aprender de
la experiencia sin esfuerzo. El ahistoricismo y el dogmatismo van juntos. Para
él, la razón ahistórica de los filósofos es un fetiche, sin embargo, una “razón
restaurada” va de la mano con la ciencia entendida como un proceso histórico:
“pero nosotros que somos otros, sedientos de razón, queremos mirar a nuestras
vivencias con tanto rigor en los ojos, como si fuesen un experimento
científico, ¡hora por hora, día por día! queremos ser nuestros propios
experimentos y animales de prueba” (aforismo 319). Para Nietzsche ver nuestras
vivencias a los ojos es ubicarlas en un contexto histórico, por lo que la historia
es el contexto en el que la ciencia puede darnos conocimiento objetivo. Apelar
a la historia no es simplemente apelar al pasado, sino al papel epistémico del
devenir (de lo contingente, diría Boutroux) en nuestra caracterización de lo
que es la ciencia. Esclarecer esta idea no es trivial, y como veremos, este
problema subyace a todo proyecto de filosofía de la ciencia historicista.
El libro La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn se publicó en 1962. La primera oración es famosa: “si se considera la historia como algo más que anécdotas y cronología puede producir una transformación decisiva de la imagen que tenemos actualmente de la ciencia” (1). Esta oración tuvo mucho sentido en el tiempo en el que el libro fue escrito porque “la momificación” de la ciencia (por los empiristas lógicos) estaba en su apogeo. Durante esa época, se discutían varios problemas relativos a la teoría del significado (los problemas del verificacionismo), al alcance del método hipotético-deductivo en la ciencia, al modelo explicativo de cobertura por leyes, y a varios otros problemas derivados de los intentos de universalización de la metodología hipotético-deductiva. Las respuestas a esos problemas llevaron a propuestas que en ese momento se consideraron muy diferentes, como las de Popper y Carnap que exponen distintas formas de entender el método científico (verificacionismo versus falsacionismo), cuando en realidad mantienen supuestos compartidos: una visión acumulacionista de la ciencia, una distinción tajante entre observación y teoría, y la idea de que la ciencia puede caracterizarse por una estructura deductiva que permite distinguir entre los contextos de justificación y de descubrimiento[5]. Todos estos supuestos compartidos apuntalan una visión ahistórica de la ciencia.
El mismo Kuhn mantiene muchos supuestos del enfoque ahistórico de la ciencia en su modelo del cambio científico. Piensa que podemos entender que la ciencia consiste en teorías que, por lo menos idealmente, pueden concebirse como estructuras lingüísticas y al menos en periodos de ciencia normal el avance de la ciencia puede modelarse como una acumulación de verdades. El cambio que tiene lugar en las revoluciones científicas es muy diferente, pero Kuhn no tiene manera filosóficamente satisfactoria de explicar cómo sucede, ni cómo la ciencia normal y la ciencia extraordinaria, que ocurre en la interfase entre paradigmas, se relacionan entre sí. No es de extrañar, entonces, que llegue a la conclusión de que la historia y la filosofía de la ciencia no deben mezclarse, por lo menos en el sentido de que hacer historia de la ciencia y hacer filosofía de la ciencia son dos tipos de proyecto diferentes que deben mantenerse separados.
Aunque Kuhn es famoso por haber iniciado el “giro historicista”, en realidad nunca desarrolló una visión genuinamente historicista del avance de la ciencia. Pero ¿qué es esta visión? Esta es una pregunta que no es fácil de responder. Para empezar, los diferentes autores entienden lo que es la historia de la ciencia de acuerdo a sus maneras de concebir qué es la ciencia. Popper pensaba que su caracterización de la ciencia en términos del método de conjeturas y refutaciones tomaba en cuenta la historia, en la medida en que la historia de la ciencia es un registro de la aplicación de ese método. En un sentido, entonces, puede decirse que la historia de la ciencia desempeña un papel en la propuesta de Popper. El problema, sin embargo, es precisamente determinar si la ciencia es eso que Popper toma como tal.
Es indudable que el método de conjeturas y refutaciones refiere a un rasgo básico del razonamiento humano. Si vamos por el desierto, presumimos que hay agua por donde se ve lo que parece ser un oasis. Al avanzar podríamos darnos cuenta de que es un espejismo y buscaríamos en otra dirección. En el arte un escultor imagina cómo una cierta piedra puede ser esculpida. Prueba con un pedazo y se da cuenta de que es muy quebradiza, entonces busca otro material. No es, pues, sorprendente que Popper encuentre el método de conjeturas y refutaciones a lo largo de toda la historia de la ciencia. La pregunta relevante, sin embargo, es si ese método realmente ha guiado la formación y diversificación de las prácticas científicas, y la historia de la ciencia muestra que ese no es el caso. Una de las aportaciones más importantes de Kuhn es mostrar, a través de una serie de discusiones famosas[6], la falta de congruencia entre la historia de la ciencia y lo que sería una historia de aplicaciones del método de conjeturas y refutaciones.
Lakatos explícitamente busca darle un lugar a la historia de la ciencia en su modelo de lo que es la ciencia, e intenta hacerlo a partir de una reformulación de la idea de Popper de que el método de conjeturas y refutaciones debe ser nuestra guía filosófica para modelar el “crecimiento” de la ciencia. Según Lakatos, el criterio para determinar si hay crecimiento consiste en decidir si el conocimiento en cuestión contribuye o no al conocimiento objetivo que se plasma en lo que llama la “historia interna” de la ciencia que, para él, es la historia de una abstracción, la historia de los programas de investigación desligados de la historia de cómo se llegó a esos programas. Algo que tienen en común todos estos famosos autores asociados con el giro historicista, Kuhn, Lakatos, Laudan y muchos otros más, es que son historicistas metodológicos, esto es, buscan caracterizar el método de la ciencia como un proceso que tiene lugar en el tiempo pero, para poder adecuar la historia a su modelo, usan idealizaciones ad hoc. El método científico es historicista para los filósofos del giro historicista simplemente porque la evaluación se da entre teorías que se consideran ordenadas en el tiempo[7].
Feyerabend
criticó mucho a los historicistas metodológicos porque él no pensaba que el
método de la ciencia pudiera ser un canon de racionalidad ya que, para empezar,
no parecía haber un método de la ciencia y, además, no aceptaba que hubiera
paradigmas (a la Kuhn) que pudieran tomarse como estandartes de la ciencia o de
la racionalidad. Para él, tenía sentido hablar de buenas razones, pero esas
razones estaban históricamente conformadas en estilos de racionalidad. La idea
de una racionalidad ahistórica era para Feyerabend, como para Nietzsche, un
fetiche; no importa si ese criterio último de racionalidad se pone en términos
de comparación de teorías (lo que lleva a la discusión de criterios de
aceptación o rechazo de teorías) o de comparación de la capacidad para resolver
problemas (como en Laudan). Esta idea de que las razones se dan como parte de
un estilo históricamente constituido es desarrollada por Hacking en varios
trabajos y, como vimos, fue elaborada varias décadas antes por Fleck.
Hacking
sigue a Crombie en proponer que hay un número limitado de estilos de
pensamiento (o de razonamiento, como posteriormente los llama Hacking) a través
de los cuales se ha desarrollado la historia de la ciencia. Crombie identifica
seis: postulacional (establecido en matemáticas), la exploración experimental,
la construcción de modelos analógicos, el estilo taxonómico, el estadístico y
la derivación histórica. Hacking posteriormente agrega el estilo de laboratorio,
pero considera que puede verse como una hibridación de los estilos experimental
y de construcción de modelos[8].
Según Hacking, la existencia de los estilos muestra que la racionalidad
científica no puede verse como independiente del contexto; es solo en el
contexto de un estilo que tiene sentido preguntarnos por el valor de verdad de
una proposición o si una proposición satisface estándares de verificación. En
términos más generales, solo en el contexto de un estilo tiene sentido hablar
de criterios de corrección epistémica. Para él, este tipo de contextualización
de la racionalidad no es una propuesta relativista porque no cualquier
proposición puede ser verdadera en un estilo. Los estilos son procesos
históricos, básicamente limitados a los propuestos por Crombie, y aunque es
posible que podamos incluir algunos otros (como hace el mismo Hacking), su
número está limitado por la historia de la ciencia. Si bien Hacking reconoce
que todo estilo es el resultado de interacciones sociales y negociaciones –como
lo caracterizarían los sociólogos del conocimiento–, lo que es
filosóficamente significativo es el proceso a través del cual un estilo
eventualmente se constituye en algo independiente de su historia y se asocia
con un canon de objetividad. Por ejemplo –según
Hacking (1992)–, ya
no cuestionamos el concepto de demostración matemática ni el estilo de
laboratorio porque se han convertido en normas de lo objetivo. Cada estilo
lleva consigo criterios estables de evaluación de normas epistémicas, pero
también una cierta ontología y determinadas discusiones ontológicas distintivas
del estilo. Por ejemplo, las ciencias del laboratorio son inseparables del
debate acerca de la existencia de entes teóricos y el estilo taxonómico va de
la mano con un debate sobre la existencia de taxones[9].
Esta
relativa autonomía ontológica y epistémica de los estilos conduce a lo que
Hacking llama la “autoautenticación” de los estilos. Un estilo establece
verdades solo por medio del uso del estilo en cuestión. Sin embargo, piensa que
el proceso de autoautenticación no debe verse como una forma de “construcción
social” porque es histórico-filosófico, es parte de la tradición epistémica
implícita en un estilo, y no puede entenderse como un mero acuerdo dentro de
una comunidad respecto a lo que son los hechos. Este proceso es parte del rasgo
distintivo de un estilo, en oposición a otras formaciones histórico-sociales:
su estabilidad durante periodos muy largos tiene lugar a través del desarrollo
y el uso de “técnicas autoestables”, como la técnica propia del estilo de
laboratorio de ajustar una hipótesis auxiliar para salvar una teoría. Hacking
sugiere que estas técnicas que mantienen la estabilidad de un estilo conforman el
núcleo explicativo de lo que es un estilo; además, permiten definirlo y
distinguirlo de otros.
La
idea de Hacking es problemática por varias razones. No es para nada claro
cuáles serían las técnicas autoestables propias de los diferentes estilos. Él
ha identificado algunas técnicas que hasta cierto punto pueden considerarse
distintivas de los estilos distintos (técnicas de prueba en matemáticas, por
ejemplo), pero resulta mucho más difícil establecer cuáles podrían ser esas
técnicas en otros estilos, por ejemplo en la construcción de modelos. Un
problema relacionado es que no son obvios los criterios que permitirían
individualizar las técnicas en cuestión. Así, las técnicas de prueba en
matemática no son las mismas en sus diferentes ramas y además lo que se
considera una prueba en matemáticas ha ido cambiando en la historia de la
disciplina.
Hacking
parece reconocer posteriormente estas dificultades y trata de identificar la
base de la individualización de las técnicas apelando a ciertas capacidades
cognitivas. En relación con el modelo taxonómico, usa el ejemplo de las
investigaciones llevadas a cabo por Scott Atran que pretenden mostrar que hay
ciertos principios básicos clasificatorios comunes a todos los seres humanos. Atran
estudió la manera como los europeos y algunas comunidades indígenas de Chiapas
y de otros lugares del mundo clasifican las plantas y animales, y argumenta que
esas clasificaciones obedecen a ciertos principios clasificatorios comunes; muestra,
por ejemplo, que las clasificaciones siempre distinguen entre hierbas y
árboles. Hacking retoma la sugerencia de este antropólogo según la cual tenemos
un módulo cognitivo que se especializa, a partir de ciertos principios que son
parte de la estructura del módulo, en generar clasificaciones y establece que
ese módulo es la base del estilo taxonómico. Sin embargo, la tesis de que
tenemos módulos cognitivos que tienen ese tipo de funciones es problemática.
Por ejemplo, la crítica de Gellman y Hirschfeld sugiere que la idea de que los
estilos sean causados por un módulo cognitivo localizado en individuos es
cuestionable. El tipo de fenómeno al que se refiere Atran parece ser el
resultado de procesos de interacción social que no pueden localizarse en
individuos particulares. Además, la posibilidad de extender este tipo de
explicación de la estabilidad a otros estilos es poco prometedora.
La
propuesta de Hacking de incorporar las ciencias cognitivas en la
caracterización de una propuesta historicista es importante, pero eso no
tendría que pasar por asumir la existencia de módulos cognitivos asociados con
los diferentes estilos. Él defiende un historicismo
ontológico en la medida en que los estilos generan una ontología propia.
Sin embargo, las normas de corrección epistémica provienen de estilos cuyo
origen no se explica como parte del proceso histórico. Para Hacking los estilos
son, por lo menos en parte, producto de “capacidades cognitivas” o “módulos
cognitivos” en un sentido que deja a los estilos fuera de la historia. Estos
son, por así decir, el cauce de la historia de la ciencia, pero no son parte de
la historia. Crombie sostenía su teoría de estilos en un esencialismo de corte
platónico. Hacking busca naturalizar la propuesta recurriendo a la idea que hay
módulos cognitivos que constriñen las formas en las que históricamente se
desarrollan nuestros recursos epistémicos. Sin embargo, Hacking implícitamente
asume que la naturalización debe de consistir en identificar una teoría
científica que nos permita explicar la estructura y dinámica de los estilos a
través de la historia. Esta no es la mejor manera de aproximarse al problema.
La naturalización de la ontología de los estilos puede buscarse desde una
perspectiva diferente de en qué consiste esa naturalización.
Usualmente
el naturalismo remite a dos tipos de proyecto. Por un lado, refiere a la idea
que los métodos filosóficos deben de ser continuos con los métodos de la
ciencia. En epistemología, esta continuidad se entiende usualmente como una
consecuencia del reconocimiento de que los conceptos centrales de la
epistemología, como conocimiento y justificación, son conceptos psicológicos y
que, por lo tanto, deberían ser entendidos como tales. Por otro lado, alude a
la idea que –una
vez que reconocemos que los métodos de la ciencia no son a priori–
tenemos que incorporar en la filosofía de la ciencia los métodos de la historia
de la ciencia y de otras ciencias empíricas. Hacking, como varios filósofos
desde finales del siglo xx,
combina en su propuesta ambos tipos de proyectos.
En
este trabajo vamos a desarrollar un tipo de naturalismo que va más allá de esos
dos tipos de proyectos de naturalización. La idea central es que una vez que
reconocemos que la filosofía de la ciencia debe centrarse en el estudio de las
prácticas científicas, la continuidad que importa para sustentar el tipo de
historicismo ontológico que nos interesa caracterizar es lo que he llamado naturalismo de andamios[10].
La continuidad debe buscarse en el apoyo mutuo que ofrecen diferentes
explicaciones sustentadas por distintas prácticas científicas que nos llevan a
integrar conceptos y representaciones heterogéneas en entendimiento
filosófico-científico. Este enfoque nos aleja de la idea de que la
naturalización puede apoyarse en las explicaciones de una teoría y más bien
sugiere que la naturalización es parte inherente del reconocimiento de la
importancia de la organización social-cognitiva de las prácticas científicas.
A
partir de estas ideas, en la siguiente sección sugerimos una alternativa a la
propuesta de Hacking respecto a cómo entender el historicismo en filosofía de
la ciencia de una manera que no coloca a los estilos de razonamiento fuera del
devenir histórico. Esto lo haremos retomando ideas de Fleck respecto al origen
de las normas epistémicas que distinguen los diferentes estilos.
La
relación entre historia y filosofía de la ciencia puede estudiarse desde
diferentes perspectivas. En la historia de la ciencia en las últimas dos
décadas esta relación ha sido un tema de discusión creciente, pero
especialmente ha resonado el problema de entender el papel de los estudios de
caso en la filosofía y la historiografía de la ciencia, y más en particular, el
problema de cómo los estudios de casos históricos pueden generar evidencia para
teorías en filosofía de la ciencia. Sin embargo, la discusión acerca de las
implicaciones filosóficas de los estudios de caso no es la única manera de
plantear el problema de la relación entre estas dos disciplinas. Uno puede
modelar esa relación a partir del supuesto de la existencia de estilos de
razonamiento como hemos visto que Fleck y Hacking lo hacen. Desde la
perspectiva de una filosofía de la ciencia centrada en teorías, sin embargo,
los supuestos ontológicos de una teoría de estilos representan una objeción
insalvable a este tipo de propuestas.
Una
vez que reconocemos la importancia de las prácticas en el planteamiento de
problemas filosóficos, puede pensarse que propuestas como las de Fleck y
Hacking promueven una perspectiva ontológica de la relación (véase la sección siguiente). Reconocer
la importancia de los estilos (o categorías similares) nos invita a explorar
otras maneras de estudiar la relación más allá de su relevancia para el
problema de cómo se establece la evidencia que apoya nuestras más exitosas
teorías (que es el tema que motiva las críticas de Giere y el dilema de Pitt.[11]
Schickore
propone ver la relación entre historia y filosofía de la ciencia a partir de un
modelo hermenéutico de dicha relación. De acuerdo a su propuesta, las dos
disciplinas funcionan mutuamente como andamios que permiten el avance de la
ciencia a través de la interpretación, clarificación y conceptualización de
casos históricos, que a su vez llevan aparejado el establecimiento de normas
que sirven para individualizar y evaluar el caso histórico en cuestión. Me parece
que este enfoque hermenéutico es muy útil, en particular para mostrar la
relación entre los aspectos descriptivos y normativos que se urden en los
métodos y las explicaciones de la ciencia. Ahora bien, uno puede estar de
acuerdo con Schickore respecto a los méritos de un modelo hermenéutico de la
relación entre historia y filosofía de la ciencia, pero tiene que reconocer la
relevancia de explicar el origen de las normas que garantizan que el modelo
hermenéutico sea explicativo. Y esa explicación tendría que venir de la
ciencia. Schickore explícitamente rechaza que un enfoque naturalizado pueda
contribuir al desarrollo de un enfoque historicista fructífero. Pero el rechazo
proviene de que él parece considerar como paradigma de este tipo de propuesta la
que hace Giere, para quien la naturalización consiste en dar una explicación
científica de los constreñimientos cognitivos que inciden en mentes
individuales a la hora de evaluar teorías o modelos de teorías.
Sin
embargo, si partimos de una filosofía naturalizada de la ciencia que deje de
lado la idea de que lo que hay que naturalizar es una filosofía de la ciencia
centrada en teorías y, en cambio, adopte la perspectiva de una filosofía de la
ciencia centrada en prácticas para entender la naturalización, entonces se abre
la posibilidad de un proyecto de naturalización que permita avanzar en una
propuesta genuinamente historicista. En la sección siguiente se elabora esta
idea.
En
su famoso ensayo de 1973, Giere argumenta que la filosofía de la ciencia no
parece requerir de la historia de la ciencia para formular sus problemas
centrales. Este ensayo fue escrito como una reseña de un libro producto de una
reunión realizada en 1969 y dedicada a esclarecer las formas en las que se
relacionan las dos disciplinas. La trascendencia del tema provenía directamente
de la importancia creciente del giro historicista (i.e. del historicismo metodológico) en la filosofía de la ciencia.
La mayoría de los participantes en la conferencia defendían versiones de
propuestas lógico-empiristas y trataban de hacer ver en sus contribuciones de
qué maneras la historia tiene un papel epistémico en la filosofía de la
ciencia. Por ejemplo, Wesley Salmon plantea que la lógica de la justificación
no es la lógica deductiva sino una lógica inductiva y que, por lo tanto, la
historia desempeña un papel importante en la medida en que las inducciones en
cuestión tienen que partir de hechos históricos (que registran los experimentos
y observaciones controladas). Giere señala que propuestas como la anterior a lo
sumo muestran que la historia puede ayudarnos a plantear problemas filosóficos,
pero eso está muy lejos de la pretensión de mostrar que la historia de la
ciencia tiene un papel epistémico en la filosofía de la ciencia. Según él, lo
que sí queda claro es que la filosofía de la ciencia requiere de la ciencia
para avanzar en el planteamiento de los problemas filosóficos, y esto nos lleva
a reconocer el alcance de naturalizar la filosofía de la ciencia, no la
importancia de la historia de la ciencia en la filosofía de la ciencia[12].
Por
su parte, Schickore caracteriza lo que ella llama el “modelo confrontacional” de
la relación entre historia y filosofía de la ciencia, según el cual la historia
de la ciencia consiste en datos provenientes de estudios de caso que se
confrontan con teorías acerca de lo que es la ciencia. La autora asume que una
filosofía de la ciencia naturalizada es una teoría de la ciencia que encaja en dicho
modelo. Su crítica me parece correcta, pero la idea
implícita de que el modelo que ella critica se extiende a filosofías
naturalizadas de la ciencia ya no es aceptable. Una naturalización de la
relación entre historia y filosofía de la ciencia no tiene que reducirse a una
versión de este tipo de modelo. Esto es particularmente claro cuando pensamos
en la ciencia como prácticas.
En una filosofía de las prácticas científicas, el rechazo
a la idea de que la verdad es el valor epistémico preeminente de la ciencia va
de la mano con el cuestionamiento de que el avance de la ciencia sea modelado
en términos de cambio teórico. Por supuesto que el estudio del cambio teórico
es un tema importante en filosofía de la ciencia, como lo pueden ser diferentes
propuestas para entender la estructura de una teoría desde distintas
perspectivas formales. Pero se requiere reconocer la diversidad de prácticas
que constituyen la ciencia para poder plantear y resolver muchos otros
problemas filosóficos, en particular para dar cuenta del sentido en el que la
historia epistémicamente importa en la filosofía de la ciencia.
Marx
Wartofsky vio claramente esta necesidad a mediados del siglo xx en medio del barullo generado por el
giro historicista en la filosofía de la ciencia. Preguntarse por la relación
entre historia y filosofía de la ciencia, nos dice el autor, es síntoma de una
manera enfermiza de ver la ciencia que tiene su origen en la tendencia del
empirismo tradicional a dejar de lado cuestiones ontológicas. Desde que el
empirismo lógico parte de la idea de que es posible una reconstrucción racional
de la ciencia como un conjunto de teorías que tienen una estructura lógica (o
matemática) se establece una división arbitraria y artificial entre los
procesos históricos de formación de creencias y las maneras de evaluar el
avance de la ciencia. Wartofsky considera que la única manera de superar esa
dicotomía es preocuparse por resolver el problema ontológico de dar cuenta de
lo que es la ciencia como una cultura especializada. Lo anterior requiere
tomarse muy en serio el sentido en el que la ciencia es un modo teleológico de
acción. Así, para él, la ontología de la ciencia es un modo históricamente
desarrollado de acción cognitiva humana.
El
filósofo estadounidense afirma que debemos pensar ese modo teleológico de
acción como esencialmente teórico, pero con esto no quiere decir que solo las
teorías importan, sino que de alguna manera la ciencia está preocupada por la
verdad. Ahora bien, la verdad para Wartofsky no se refiere a un reflejo de la
realidad, sino a un tipo de representación que se adecua a ciertos valores
implícitos en juego. La verdad que le interesa es como la verdad en Fleck, dependiente
de perspectiva. Y aunque no lo dice explícitamente, su idea es que esas
perspectivas se articulan socialmente a través de normas implícitas en las prácticas.
El
tipo de epistemología histórica que promueve Wartofsky sitúa la cognición
humana no en una “mente”, sino en el multifacético ámbito de las prácticas
humanas en su desarrollo histórico. De manera similar a Fleck, considera que no
debe pensarse que las normas existen primariamente en la cabeza de los
individuos, sino que estas surgen en las prácticas humanas, en las
interacciones con artefactos y con otros seres humanos. Debemos pensar,
entonces, que las normas de investigación existen en la cabeza de los
individuos solo derivativamente. Así, dar
cuenta de lo que es el conocimiento y de cómo llegamos a adquirirlo requiere
estudiar los diferentes modos de acción que se corporeizan en instituciones y
artefactos. La epistemología histórica es una epistemología social, pero
eso no significa que el sujeto desaparece de la epistemología, sino que no
podemos separar el sujeto de las maneras en las que la cognición se corporeiza
en la actividad cognitiva. Así, la relación entre historia y filosofía de la
ciencia no debe verse como el problema de relacionar dos disciplinas, más bien,
la epistemología misma es histórica, y la historia de la ciencia es, entre
otras cosas, la historia de la conformación de las normas epistémicas que
terminaron constituyendo métodos y ontologías.
La
propuesta de Wartofsky encaja muy bien con las ideas de Fleck que expusimos en
la primera sección. Los colectivos estables de los que habla este último pueden
identificarse con las prácticas a las que apunta Wartofsky. Para los dos
autores, el conocimiento es un proceso histórico que requiere entender cómo es
que se establece un equilibrio entre el
conocimiento ordinario (articulado en prácticas de todo tipo) y el conocimiento
que tenemos a través de la historia de la ciencia. Solo así podemos llegar
a una comprensión de la objetividad del conocimiento. El conocimiento no es, y
no puede ser, la contemplación de algo objetivo, de una única visión de lo
dado, sino que es una manera activa de ser, de interactuar con otros colectivos
de pensamiento, como nos dice Fleck. Hay que agregar, además, que esa
interacción entre colectivos se da indirectamente: a través de la interacción de
prácticas en los diferentes colectivos o de la participación de los mismos
estilos de razonamiento en prácticas diversas. En la medida en que esta
transformación constante genera productos (técnicas o artefactos) estables que
originan a su vez nuevas prácticas especializadas se atrincheran linajes de
prácticas que se coordinan y se estabilizan a través de lo que Fleck llama “estilos
de pensamiento”. Estos nos dan las pautas para entender el mundo como algo
objetivo y los criterios para considerar lo que es verdadero. Tanto Fleck como
Wartofsky estarían de acuerdo en que la verdad es un producto de las maneras en
las que socialmente se institucionaliza la indagación racional. Las similitudes
en el modo en que entienden la relación entre historia y filosofía de la
ciencia se explican fácilmente por que ambos toman como punto de partida la
idea de que la epistemología es social, es decir, que los criterios epistémicos
y los fines preeminentes de la epistemología tienen que entenderse como
procesos sociales.
La
propuesta de Hacking acerca de la relevancia de los estilos de razonamiento
para entender el papel epistémico de la historia de la ciencia en la filosofía
de la ciencia es importante porque reconoce y trata de resolver un problema
crucial para el historicismo: el del origen de las normas epistémicas. Sin
embargo, su propuesta tiene serias limitaciones asociadas con la falta de
reconocimiento del carácter social del origen de las normas que constituyen los
diferentes estilos. Fleck y Wartofsky tampoco responden explícitamente a esa
pregunta. Sugieren solamente que el carácter social de la cognición debe dar
cuenta de ese origen. Sin embargo, el problema es importante y varios críticos
de ambos autores han hecho ver de distintas formas que esto es un problema
pendiente para una filosofía de la ciencia historicista.
El
concepto de práctica de Wartofsky es problemático porque se basa en una serie
de dicotomías que eran ampliamente aceptadas hace unas décadas, pero que hoy en
día están siendo cuestionadas, especialmente por las ciencias cognitivas y la
biología. El autor asume que es posible hacer una distinción tajante entre
conductas o acciones “cableadas” (“hard-wired”) que caracterizan la conducta de
los animales, y el tipo de actividad cognitiva guiada por representaciones.
Para él, lo histórico es todo aquello que no está cableado, y lo cableado es lo
que está genéticamente determinado. Pero como ya Shimony hizo ver en un
comentario a esta propuesta en 1987, no parece ser posible explicar cuál es esa
estructura genéticamente determinada de la mente humana que hace posible las
transformaciones propiamente históricas. Las implicaciones de esta oposición
entre lo que está cognitivamente cableado y lo que es un producto de la
historia humana han sido muy discutidas en las últimas décadas. El rechazo de
dicha dicotomía en diferentes disciplinas ha sido vital para desarrollar medios
para relacionar la biología con las ciencias humanas de un modo que no era
posible hace cuarenta años. En particular, el rechazo de la dicotomía entre lo
cultural y lo biológico[13]
nos permite vislumbrar una manera de desarrollar un proyecto naturalizado a
partir de un estudio de las prácticas científicas como lo sugieren Fleck y
Wartofsky. Como hemos, visto este tema tiene también implicaciones importantes
para la discusión acerca de la relación entre historia y filosofía de la
ciencia como parte integral de una filosofía de la ciencia genuinamente
historicista.
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[1] Este
trabajo ha recibido apoyo del proyecto IN402018 PAPIIT.
[2] Esta idea se desarrolla en Martínez (2000).
[3] Otra alternativa muy importante sobre la que no
hablaremos porque no es pertinente para el tema de este trabajo es el
convencionalismo de Poincaré (que puede verse prefigurado en las ideas de
Boutroux).
[4] No está de más recalcar que el historicismo de Fleck y los diferentes
enfoques historicistas de los que hablaremos adelante no dependen de leyes
deterministas de la historia, más bien requieren tomarse en serio la capacidad
explicativa de las leyes con alcance limitado (como lo hace Boutroux y el
convencionalismo de Poincaré posteriormente) y recurrir de alguna manera a la
historia y a la ciencia misma para explicar el orden que, de acuerdo con
Boutroux, necesita el supuesto de la providencia divina.
[5] Véase la introducción de Hacking (1983).
[6]
Véase, por ejemplo, la discusión
entre Kuhn y Popper en Lakatos y Musgrave.
[7] Kuhn no encaja del
todo en esta caracterización del historicismo metodológico. Pues en la medida
en que recalca la importancia que tienen las instituciones de la ciencia normal
en nuestra caracterización de ciencia, asocia el historicismo con una dimensión
sociológica. Por esta razón, se considera un precursor importante de la
sociología de la ciencia.
[8] Véase Hacking (1982, 1992) y la
contribución de Castro Moreno en este número para una elaboración de la
propuesta de Hacking acerca de los estilos. Nótese que, a diferencia de Fleck
que caracteriza los estilos como maneras sociológicamente identificables del
desarrollo de colectivos de pensamiento, Crombie y posteriormente Hacking
buscan caracterizarlos a partir de algún tipo de rasgo cognitivo que explica su
universalidad.
[9] Hacking ha
desarrollado varios ejemplos de lo que él considera estilos de razonamiento.
Por ejemplo, concibe su libro La
domesticación del azar como un estudio histórico epistemológico de un nuevo
estilo de razonamiento. Los diferentes estilos se van constituyendo a través de
etapas relativamente bien definidas históricamente, durante las cuales se
establecen los conceptos centrales, los criterios epistemológicos básicos y la
ontología distintiva del estilo. El estilo de razonamiento estadístico se
constituyó en varias etapas, la primera de las cuales es la emergencia del
concepto de probabilidad (véase 1975
y 1992).
[10]
Véase Martínez (2013).
[11]
Véase la nota editorial que hago en este
número: 7-21.
[12] Giere cambia de parecer en 1985. Allí habla de la
historia de la ciencia como fuente de naturalización del conocimiento
científico, pero sigue asumiendo que la naturalización refiere a teorías.
[13]
Véase Martínez (2014, 2016).